No habrá plan B para Europa si no hay plan B al petróleo

Post publicat a  Grupo de Energía, Economía y Dinámica de Sistemas

Este fin de semana movimientos sociales y políticos de la izquierda europea con figuras como Yanis Varoufakis, Ada Colau  o Marina Albiol a la cabeza se reúnen en Madrid para buscar la manera de  “construir un espacio de convergencia europeo contra la austeridad y para la construcción de una verdadera democracia en Europa”.
Es una iniciativa muy interesante, sobre todo por su carácter trasnacional y por esas alianzas entre movimientos sociales y partidos políticos de los países que más estamos sufriendo las políticas de la Troika, pero  me temo que pueda quedar en agua de borrajas si sus promotores no saben entender todo lo que hay detrás de esta crisis.
Hace años que el petróleo barato y fácil de extraer nos empezó a abandonar y su producción lleva diez años estancada: es muy difícil no ver en ese petróleo que interviene en absolutamente todos los procesos productivos y en todos los sectores de la economía una de las causas más importantes de esta larga y extraña crisis económica.
El hecho de que el precio del barril haya bajado abruptamente  no debe distraernos e impedir que veamos algo muy evidente. Los años de petróleo caro han pasado factura a todas las economías europeas (cuyo consumo ha caído un  14% desde 2006, sin incluir a Rusia),  y ahora están pasándosela a China y Brasil.  La economía española está pudiendo respirar este año, no sólo porque los salarios y el gasto social se han reducido, sino porque  la factura petrolífera, que entre 2010 y 2014 rondaba el 4% de nuestro PIB, en 2015 se ha reducido a prácticamente un 1%.
En este contexto de petróleo escaso y difícil de extraer es vital para los países asegurarse un cacho en el reparto de esa tarta que cada día se hace  más pequeña. No es de extrañar que Europa se aferre a su banca, intentando mantener este estatus privilegiado que nos permite, siendo países pobres en recursos naturales, mantener consumos energéticos elevados, industrias competitivas por su alta automatización  y estilos de vida derrochadores.
Es muy desalentador ver cómo las previsiones de personas como Pedro Prieto,  Antonio Turiel o Ramón Fernández Duran  se van cumpliendo año a año sin que, todavía, estos autores sean conocidos ampliamente. Los altibajos  en el precio del petróleo debidas a la interacción petróleo-economía, las guerras por el control de Oriente Medio, el fracaso del coche eléctrico, el poco éxito de las renovables a la hora de sustituir al petróleo, el desastre de los biocombustibles y la burbuja del fracking que ahora estamos viendo ya fueron predichas hace años. Sin embargo, el grado de conciencia de este problema, incluso entre quellos partidos políticos y movimientos sociales más abiertos a nuevas ideas, como los que organizan estas jornadas, sigue siendo muy pequeño.
Si queremos buscar una nueva Europa que no ponga los intereses de la banca por encima de los derechos de las personas, que no sacrifique a los más débiles y que no vea sus fronteras abarrotadas de refugiados que huyen de la guerra por los recursos,  debemos, primero, construir una Europa que no tenga que luchar por las últimas gotas fósiles. Sólo si sabemos cambiar hacia un modelo productivo mucho más austero en el uso de recursos naturales y basado en energías renovables seremos capaces de ofrecer una alternativa a este desesperado intento de aferrarse a al caduco modelo consumista que, paradójicamente, llaman “austeridad”.

Marga Mediavilla

Debates en torno al decrecimiento: por favor, toquemos tierra

Post publicat a    El Diario.es
 Última llamada

Es una lástima que “ecologistas” y “socialistas” no estemos todavía convergiendo en un discurso único y mucho más detallado sobre las soluciones económicas que proponemos.
Ni el socialismo puede ignorar los serios estudios físicos, ingenieriles y geológicos que se presentan desde los círculos ecologistas, ni podemos avanzar sin un discurso político elaborado, como el que posee el socialismo.
Socialismo y ecologismo deberían ser las dos patas con las que caminemos para conseguir una sociedad justa y además acorde con los límites del planeta.

La Junta inicia el estudio de las aportaciones públicas a la Ley de Movilidad Sostenible para su inclusión en el texto

La Junta inicia el estudio de las aportaciones públicas a la Ley de Movilidad Sostenible para su inclusión en el texto
En los últimos meses se ha generando un cierto debate entre economistas críticos y personas afines a las tesis del decrecimiento, que recientemente se ha visto reavivado con la publicación del Manifiesto Última Llamada. Este diálogo entre las posiciones “socialistas” -con su objetivo de justicia social-, y las “ecologistas” -con su preocupación por los límites del planeta- es, sin duda, uno de los retos intelectuales más necesarios en este principio de siglo. Sin embargo, da la impresión de que se está llegando a un callejón sin salida, puesto que las posiciones se vuelven cada vez más enconadas sin que se avance ni se aporten reflexiones valiosas.
Tengo la sensación de que en este debate buena parte de las discusiones son semánticas, pues cuando unos y otros hablan de energía, crecimiento o modelo productivo, no parece que entiendan siquiera las mismas cosas.  Creo que sería muy positivo que hiciéramos un esfuerzo por dejar de lado los términos generales y  bajar  a debatir aspectos concretos y, sobre todo, dar ejemplos específicos que nos permitan avanzar en el análisis de la realidad y las salidas a la crisis ecológico-económica.
Por ejemplo, ante la crisis energética que vivimos se habla de crecer económicamente a base de sustituir actividades intensivas en el uso de la energía por otras, lo cual es, obviamente, muy interesante. Sin embargo, esto que es obvio como generalidad, se vuelve una cuestión mucho más relativa cuando descendemos a los casos concretos.
Tomemos, por ejemplo, el caso del sector del automóvil. Actualmente el 4% del PIB español se está destinando a pagar las importaciones de petróleo. Para evitar esta sangría (que no tiene visos de mejorar debido al fenómeno del pico del petróleo) podemos pensar en varias opciones.
Podemos seguir con el modelo actual. Esto nos llevaría a que los ciudadanos destinasen cada vez un porcentaje mayor de su sueldo a comprar gasolina, con lo cual el consumo de otros bienes se detraería. También se venderían menos vehículos y es probable que disminuyeran los puestos de trabajo en la industria del automóvil. Muchas personas se verían marginadas al no poder tener un coche, ni tampoco otras alternativas.
Podemos, también, intentar la sustitución tecnológica, apostando por el vehículo eléctrico. Esto beneficiaría  a la industria del automóvil  y aumentaría la demanda de energía eléctrica, que podría ser renovable. Desgraciadamente los datos nos están diciendo que los vehículos eléctricos actualmente tienen prestaciones muy inferiores (15 veces menos acumulación de energía, lo que se traduce en mucha menor autonomía  y mala relación prestaciones/precio). Quizá dentro de unas décadas se descubra algo mejor pero, de momento, no tenemos esa opción y es inútil engañarse con fantasías. ¿Qué hacemos? ¿Subvencionamos los vehículos eléctricos a base de recortar en otras partidas como el transporte público? ¿Hacemos que los trabajadores empobrecidos paguen impuestos para los coches eléctricos de los más pudientes? Ya hemos subvencionado cada vehículo eléctrico con 5.500 euros y siguen sin venderse masivamente. Esta opción de cambiar un vehículo por otro y seguir creciendo  puede parecer muy atractiva, pero los datos tecnológicos nos muestran que es una vía muerta.
Tenemos otra opción, y es la que defendería el movimiento por el decrecimiento. Podemos cambiar el modelo de movilidad penalizando la compra de vehículos y fomentando el uso de la bicicleta. Esto permitiría que los ciudadanos tuvieran una forma de moverse barata y eficaz, especialmente atractiva para los menos pudientes, pero no hay que olvidar que se perderían puestos de trabajo en el sector del automóvil (más que en la primera opción). Por otra parte el dinero no destinado a gasolina se podría emplear en otros consumos que generarían otro tipo de puestos de trabajo.
¿Qué solución es mejor? Ninguna de ellas es buena y solamente podemos escoger la menos mala. Para ello tenemos que echar mano de los datos que nos permitan saber dónde están los límites tecnológicos y cuántos empleos se pierden en cada caso, y después discutir nuestras prioridades éticas.
Estos debates sobre aspectos concretos son los que deberíamos estar formulando ya. Deberíamos empezar a pensar qué hacemos con la industria del automóvil, la agricultura, la construcción, o el turismo, a la luz de la crisis energética.  Además, es imprescindible que la discusión se mueva dentro del conocimiento de la realidad tecnológica, porque el hecho de que los recursos naturales y la energía física son finitos no es cuestionable; y el estado de  la tecnología y sus posibilidades a corto plazo tampoco es discutible: es lo que hay. Es importante bajar a estos sectores concretos porque sólo así podemos ver si las restricciones energéticas y la falta de sustitución tecnológica van a hacer que los consumidores dejen de comprar coches, viviendas, viajes o clases de inglés,…o no.
En este sentido trabajos como los que Alfonso Sanz, Pilar Vega y Miguel Mateos acaban de presentar sobre las  cuentas ecológicas del transporte en España son vitales, porque nos permiten poner sobre la mesa los números de las variables físicas de un sector, que, además va a ser especialmente castigado por la crisis energética en esta misma década, como ponen de manifiesto nuestros estudios.  
Cada vez estoy más convencida de que los economistas ecológicos tienen razón cuando argumentan que tenemos que volver a medir la economía en términos de variables físicas como la energía, los puestos de trabajo, los kilos de minerales o los servicios prestados. Medir las cosas en unidades monetarias nos distrae y nos puede llevar a engaños. Ahora mismo, por ejemplo, el consumo de petróleo en España es un 23% menor que en 2007 y, sin embargo, el PIB español apenas ha caído, luego estamos generando el mismo PIB con menos energía. ¿Se debe a que tenemos una sociedad más capaz de generar actividad económica, empleo y bienestar con menos energía? No, en absoluto. Lo que estamos haciendo es cultivar la desigualdad: algunos siguen aumentando sus beneficios monetarios, pero muchos ciudadanos dejan de consumir porque no tienen ni siquiera lo necesario para calentar su casa. No es esa, desde luego, la eficiencia energética que queremos ni lo que defienden los partidarios del “decrecimiento”.
Es una lástima que “ecologistas” y “socialistas” no estemos todavía convergiendo en un discurso único y mucho más detallado sobre las soluciones económicas que proponemos.  Porque, si bien es interesante desarrollar experiencias colectivas que permitan vivir mejor con menos, como las que proponen los partidarios del decrecimiento, no es menos cierto que también hay que cambiar las relaciones de poder para que estos experimentos puedan convertirse en alternativas a gran escala.
Ni el socialismo puede ignorar los serios estudios físicos, ingenieriles y geológicos que se presentan desde los círculos ecologistas, ni podemos avanzar sin un discurso político elaborado, como el que posee el socialismo. Socialismo y ecologismo deberían ser las dos patas con las que caminemos para conseguir una sociedad justa y además acorde con los límites del planeta. Cualquier alternativa que sólo contemple uno de estos objetivos es ingenua y también indeseable.

Alimentos ecológicos: mucho más allá del miedo

Post publicat al web Grupo de Energía y Dinámica de Sistemas . Universidad de Valladolid

Posted by Energia.ds.uva
Hace unas semanas acaparó cierto interés en los medios de comunicación la presentación del libro del doctor José Miguel Mulet, profesor de Biotecnología de la Universidad Politécnicade Valencia, titulado Comer sin miedo, en el que pretende desmontar mitos, falacias y mentiras sobre la alimentación en el siglo XXI. En la entrevista aparecida en El País sobre dicho libro, el autor critica algunas tendencias actuales en alimentación y en concreto,  la “moda” de los alimentos ecológicos. Estos alimentos, según él, son un engaño porque utilizan el miedo a lo artificial para vender un producto más caro que, en su opinión, no es mejor ni para el consumidor ni para el medio ambiente.
Hay que reconocer que, en la primera parte de su entrevista, el Sr. Mulet tiene acierto al atacar esa tendencia un poco paranoica de nuestra sociedad a generar modas sobre dietas “salvadoras”, pero luego pierde todo el equilibrio y toda la razón cuando empieza a hablar de los alimentos ecológicos. A partir de ahí su entrevista se llena de tópicos y razonamientos rocambolescos con un estilo claramente manipulador, apoyado, además, en datos que no son ciertos. Merece la pena entretenerse en desmontar su discurso porque se basa en un montón de prejuicios, que, por desgracia, son más comunes de lo que deberían.
Una de las afirmaciones más rocambolescas del Sr. Mulet es decir que la agricultura ecológica es perjudicial para el medio ambiente porque la producción es mucho menor, del orden de un 50-25% y, por ello, se necesitan muchas más tierras para producir lo mismo. Incluso si ese dato fuera cierto, es bastante sorprendente que llame  perjudicial a una agricultura que evita impactos tan enormes sobre el medio ambiente como la erosión y pérdida de suelo fértil, la eutrofización de los ríos debida al exceso de abonos nitrogenados, gran parte de las emisiones de CO2, la pérdida de biodiversidad de aves, insectos, abejas, y todo tipo de descomponedores y microorganismos del suelo, etc. Además, la agricultura ecológica, incluso aunque usara dos o tres veces más tierra para producir lo mismo (que no lo hace), “roba” muchos menos espacios a la fauna y flora silvestre, porque crea agroecosistemas equilibrados donde conviven múltiples especies silvestres, siendo la clave de la supervivencia de muchas de ellas.
Pero  esta afirmación es todavía más rocambolesca porque el dato que da  el Sr. Mulet, es, directamente, falso. Cualquiera que haya ojeado estudios o conozca a algún agricultor orgánico sabe que los rendimientos por hectárea de éstos son un poco menores, pero únicamente del orden de un 10%.  En una síntesis de diversos trabajos, Miguel Ángel Altieri, uno de los mayores expertos mundiales sobre agroecología, indica que en agricultura ecológica los rendimientos por unidad de área de cultivo pueden ser un 5-10% menores que en cultivo químico, pero son mayores los relacionados con otros factores (por unidad de energía, de agua, de suelo perdido, etc.). También es conocido que el uso de abonos nitrogenados favorece la acumulación de agua en las plantas, de forma que los vegetales ecológicos tienen en torno a un 20% más materia seca por kilogramo[1], con lo cual es cuestionable incluso si los rendimientos reales son menores, porque cuando compramos un kilo de verdura, queremos comprar vitaminas, no  kilos de agua.
Esta idea de que  los pesticidas, herbicidas y transgénicos son un mal necesario -ya que “sin ellos no podríamos alimentar a toda la humanidad”–  está todavía muy presente en la mentalidad colectiva, a pesar de que no es precisamente eso lo que dicen las propias Naciones Unidas y la FAO, sino más bien todo lo contrario. En los últimos años estas instituciones  apuestan por la agroecología como el mejor camino para acabar con el hambre.
Las palabras de Olivier De Schutter, relator especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentaciónno dejan lugar a dudas[2]: “ Un viraje urgente hacia la “ecoagricultura” es la única manera de poner fin al hambre y de enfrentar los desafíos del cambio climático y la pobreza rural […] Los rendimientos aumentaron 214 por ciento en 44 proyectos en 20 países de África subsahariana usando técnicas de agricultura ecológica durante un periodo de tres a 10 años, mucho más que lo que jamás logró ningún (cultivo) genéticamente modificado […] La evidencia científica actual demuestra que el desempeño de los métodos agroecológicos supera al del uso de fertilizantes químicos en el estímulo a la producción alimentaria en regiones donde viven los hambrientos”.
Es probable que el Sr. Mulet sepa esto y es posible que no le guste nada en absoluto, porque el éxito de la agricultura ecológica pone en entredicho sus investigaciones. Pero  los datos lo están diciendo claramente: la agroecología no sólo es mejor para el medio ambiente, es igual de productiva que la agricultura química y, en ocasiones, la supera.
De hecho, el Sr. Mulet argumenta que los defensores de los alimentos ecológicos engañan a los consumidores con el miedo a los químicos, pero ese mismo miedo también lo usa él cuando insinúa que los alimentos ecológicos son “inseguros”  obviando que pasan exactamente los mismos controles que los convencionales y también que es la agricultura y la ganadería industrial, con su  hacinamiento de animales (y plantas) de una misma especie, la que se vuelve ideal para la expansión de  epidemias. De hecho, son las grandes explotaciones industrializadas de Asia las que están teniendo problemas con la gripe aviar, no las pequeñas granjas ecológicas.
Pero lo que el Sr. Mulet no dice, y es, probablemente,  lo más importante,  es que la agricultura química actual no tiene  futuro porque necesita un suministro de petróleo  barato y abundante, y el petróleo ha dejado de ser barato y va a  dejar de ser abundante. Y es que el gran aumento de productividad de los años 60 y 70 se basó en el petróleo y el gas natural, necesarios para la síntesis, tanto de los abonos químicos y pesticidas, como del gasóleo, combustible indispensable para la maquinaria agrícola.
El declive del oro negro en estas décadas va a hacer que tengamos que emprender  una difícil  reconversión de la agricultura mundial porque el modelo actual está inevitablemente ligado al petróleo y vamos a necesitar usar técnicas agroecológicas que,  aunque también emplean maquinaria, consigue ahorros energéticos muy interesantes. Esto va a chocar con muchas resistencias, ya que  la industria química no está, evidentemente, interesada en vender menos. No es extraño que las personas que viven de esta industria ataquen la agroecología y defiendan la ingeniería genética, que ha tenido sus mayores “éxitos” en la creación de plantas resistentes a los herbicidas y que, por ello, fomentan el  consumo de agroquímicos. Probablemente la industria lo sabe y por eso está  intensificando sus mensajes  con tópicos como los que exhibe el señor Mulet. Por suerte, cada vez son más los agricultores que se pasan a la agricultura ecológica y  ven que las tierras les producen y  las cuentas les cuadran.
En cualquier caso, el artículo del Sr. Mulet  es buen reflejo de algunos prejuicios absurdos sobre la ecología, la ciencia y lo que se considera progreso que  deben empezar a caer. De hecho, una de las expresiones más curiosas de la entrevista es la siguiente: “Frente a la identificación de los productos ecológicos o la lucha contra los transgénicos con un discurso progresista, Mulet sostiene que “mucha gente de izquierdas parece no haber leído a Marx y a Engels, que eran lo más racionalista que había […] Cuando la izquierda dejó de ir a misa tuvo que empezar a creer en cualquier tontería espiritual antisistema. Los mismo que la Iglesia, pero con una túnica azafrán en vez de una sotana”.
Esa afirmación de que estar en contra de los transgénicos “no es progresista” es bastante curiosa. Yo no sé si es que el Sr. Mulet se ha quedado en el siglo XIX -junto a Marx y Engels, porque no parece haber visto quién ha liderado la lucha contra estos cultivos en los últimos 20 años. La oposición a los transgénicos ha surgido principalmente de sindicatos campesinos dela Indiay Latinoamérica, que vieron cómo estas semillas permitían a la agroindustria monopolizar todavía más el mercado y llevar a la ruina a los campesinos más pobres.
Y por otra parte, es tremendamente curioso ver cómo Mulet asocia de un plumazo la racionalidad científica y las ideas de progreso con esa tecnología dura y agresiva para la naturaleza que son los transgénicos; y, por otro lado, identifica la ecología con lo irracional y con vagas espiritualidades orientales. Pues bien, Sr. Mulet: no es cierto y usted probablemente lo sabe bien. Lo que ahora llamamos agricultura ecológica no son sólo técnicas tradicionales, no es volver al pasado ni son supersticiones; es una agricultura basada en conocimientos científicos. Lo que sucede es que son conocimientos muy diferentes a los de “su” ingeniería genética, pero no por ello arcaicos, irracionales o poco rigurosos. De hecho, en mi opinión, la agricultura ecológica (y lo que se da en llamar agroecología y  permacultura, que son  tendencias más avanzadas de ésta), tiene un enfoque científico más moderno y eficaz, y los resultados lo están demostrando.
Si la ingeniería genética y la agricultura industrializada se basan en la química y la genética, la agroecología se basa en la biología y la ecología científica. Mientras la ingeniería genética utiliza una visión muy reduccionista, centrada en el gen como causa determinante, la agroecología tiene una visión mucho más sistémica y busca soluciones en los ecosistemas. Mientras la agricultura química y los transgénicos imponen a la naturaleza la lógica de las fábricas de producción industrial, la agroecología observa los ecosistemas, aprende de sus magníficos mecanismos de regulación y habla de biomímesis, es decir, de imitar a la naturaleza (incluso en la ingeniería y con resultados bastante interesantes, por cierto).  Mientras la agroindustria convierte la agricultura en una actividad altamente perjudicial para la naturaleza, la agroecología consigue un equilibrio entre el ser humano y el resto de las especies, de las que depende, en definitiva, nuestra propia vida. Ambas son racionales y ambas son científicas, pero la agricultura química es hija de las tendencias reduccionistas de la ciencia del XVIII, mientras la agricultura ecológica tiene una mentalidad más moderna y sistémica, heredera de la teoría de sistemas que surge a principios de siglo XX y, es, además, mucho más capaz de responder al reto más importante de la humanidad en el siglo XXI: conseguir una civilización compatible con el planeta.
A ver si desterramos de una vez esos extraños prejuicios que asocian el avance científico y el progresismo con  tecnologías agresivas para el medio ambiente y  la ecología con la añoranza romántica del pasado y cierta espiritualidad new age. La ciencia que se base en la ecología y, por tanto, nos enseñe a llegar a un equilibrio con  el planeta, será la más avanzada, la más sensata y la que realmente nos pueda hacer progresaren este siglo que empieza.
La agricultura ecológica podría ser enormemente interesante para un país como España, muy dependiente del petróleo y que necesita urgentemente crear empleos (aspecto en el que la agricultura ecológica es más eficaz[3]).  Desgraciadamente,  a pesar de que somos el primer país productor de alimentos ecológicos de Europa, los sucesivos gobiernos han defendido los cultivos genéticamente modificados y han desarrollado una legislación que penaliza las pequeñas explotaciones biológicas, con lo cual no es extraño que estos alimentos sean más caros: es casi un milagro que se produzcan.
Así pues, hagamos bueno el título del libro de Mulet y digamos que hay que comer sin miedo alimentos ecológicos: sin miedo a que no podamos producir lo suficiente para alimentar a la humanidad, sin miedo a que no sean seguros y sin miedo a que nos arruinen. Porque la principal razón para comprarlos no es el miedo al cáncer sino la evidencia que muestran los datos y  nos gritan nuestros sentidos: son productos de buena calidad que suelen merecer su precio, beneficiosos tanto para el medio ambiente como para los más pobres del planeta, que ayudan a crear puestos de trabajo en el medio rural y que, además, nos ayudan a independizarnos de un petróleo que tiene los días contados.

Margarita Mediavilla Pascual



[1] (Agricultura ecológica y rendimientos agrícolas: aportación a un debate inconcluso http://www.istas.ccoo.es/descargas/seg11.pdf)

 

miedo

Hace unas semanas acaparó cierto interés en los medios de comunicación la presentación del libro del doctor José Miguel Mulet, profesor de Biotecnología de la Universidad Politécnicade Valencia, titulado Comer sin miedo, en el que pretende desmontar mitos, falacias y mentiras sobre la alimentación en el siglo XXI. En la entrevista aparecida en El País sobre dicho libro, el autor critica algunas tendencias actuales en alimentación y en concreto,  la “moda” de los alimentos ecológicos. Estos alimentos, según él, son un engaño porque utilizan el miedo a lo artificial para vender un producto más caro que, en su opinión, no es mejor ni para el consumidor ni para el medio ambiente.
Hay que reconocer que, en la primera parte de su entrevista, el Sr. Mulet tiene acierto al atacar esa tendencia un poco paranoica de nuestra sociedad a generar modas sobre dietas “salvadoras”, pero luego pierde todo el equilibrio y toda la razón cuando empieza a hablar de los alimentos ecológicos. A partir de ahí su entrevista se llena de tópicos y razonamientos rocambolescos con un estilo claramente manipulador, apoyado, además, en datos que no son ciertos. Merece la pena entretenerse en desmontar su discurso porque se basa en un montón de prejuicios, que, por desgracia, son más comunes de lo que deberían.
Una de las afirmaciones más rocambolescas del Sr. Mulet es decir que la agricultura ecológica es perjudicial para el medio ambiente porque la producción es mucho menor, del orden de un 50-25% y, por ello, se necesitan muchas más tierras para producir lo mismo. Incluso si ese dato fuera cierto, es bastante sorprendente que llame  perjudicial a una agricultura que evita impactos tan enormes sobre el medio ambiente como la erosión y pérdida de suelo fértil, la eutrofización de los ríos debida al exceso de abonos nitrogenados, gran parte de las emisiones de CO2, la pérdida de biodiversidad de aves, insectos, abejas, y todo tipo de descomponedores y microorganismos del suelo, etc. Además, la agricultura ecológica, incluso aunque usara dos o tres veces más tierra para producir lo mismo (que no lo hace), “roba” muchos menos espacios a la fauna y flora silvestre, porque crea agroecosistemas equilibrados donde conviven múltiples especies silvestres, siendo la clave de la supervivencia de muchas de ellas.
Pero  esta afirmación es todavía más rocambolesca porque el dato que da  el Sr. Mulet, es, directamente, falso. Cualquiera que haya ojeado estudios o conozca a algún agricultor orgánico sabe que los rendimientos por hectárea de éstos son un poco menores, pero únicamente del orden de un 10%.  En una síntesis de diversos trabajos, Miguel Ángel Altieri, uno de los mayores expertos mundiales sobre agroecología, indica que en agricultura ecológica los rendimientos por unidad de área de cultivo pueden ser un 5-10% menores que en cultivo químico, pero son mayores los relacionados con otros factores (por unidad de energía, de agua, de suelo perdido, etc.). También es conocido que el uso de abonos nitrogenados favorece la acumulación de agua en las plantas, de forma que los vegetales ecológicos tienen en torno a un 20% más materia seca por kilogramo[1], con lo cual es cuestionable incluso si los rendimientos reales son menores, porque cuando compramos un kilo de verdura, queremos comprar vitaminas, no  kilos de agua.
Esta idea de que  los pesticidas, herbicidas y transgénicos son un mal necesario -ya que “sin ellos no podríamos alimentar a toda la humanidad”–  está todavía muy presente en la mentalidad colectiva, a pesar de que no es precisamente eso lo que dicen las propias Naciones Unidas y la FAO, sino más bien todo lo contrario. En los últimos años estas instituciones  apuestan por la agroecología como el mejor camino para acabar con el hambre.
Las palabras de Olivier De Schutter, relator especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentaciónno dejan lugar a dudas[2]: “ Un viraje urgente hacia la “ecoagricultura” es la única manera de poner fin al hambre y de enfrentar los desafíos del cambio climático y la pobreza rural […] Los rendimientos aumentaron 214 por ciento en 44 proyectos en 20 países de África subsahariana usando técnicas de agricultura ecológica durante un periodo de tres a 10 años, mucho más que lo que jamás logró ningún (cultivo) genéticamente modificado […] La evidencia científica actual demuestra que el desempeño de los métodos agroecológicos supera al del uso de fertilizantes químicos en el estímulo a la producción alimentaria en regiones donde viven los hambrientos”.
Es probable que el Sr. Mulet sepa esto y es posible que no le guste nada en absoluto, porque el éxito de la agricultura ecológica pone en entredicho sus investigaciones. Pero  los datos lo están diciendo claramente: la agroecología no sólo es mejor para el medio ambiente, es igual de productiva que la agricultura química y, en ocasiones, la supera.
De hecho, el Sr. Mulet argumenta que los defensores de los alimentos ecológicos engañan a los consumidores con el miedo a los químicos, pero ese mismo miedo también lo usa él cuando insinúa que los alimentos ecológicos son “inseguros”  obviando que pasan exactamente los mismos controles que los convencionales y también que es la agricultura y la ganadería industrial, con su  hacinamiento de animales (y plantas) de una misma especie, la que se vuelve ideal para la expansión de  epidemias. De hecho, son las grandes explotaciones industrializadas de Asia las que están teniendo problemas con la gripe aviar, no las pequeñas granjas ecológicas.
Pero lo que el Sr. Mulet no dice, y es, probablemente,  lo más importante,  es que la agricultura química actual no tiene  futuro porque necesita un suministro de petróleo  barato y abundante, y el petróleo ha dejado de ser barato y va a  dejar de ser abundante. Y es que el gran aumento de productividad de los años 60 y 70 se basó en el petróleo y el gas natural, necesarios para la síntesis, tanto de los abonos químicos y pesticidas, como del gasóleo, combustible indispensable para la maquinaria agrícola.
El declive del oro negro en estas décadas va a hacer que tengamos que emprender  una difícil  reconversión de la agricultura mundial porque el modelo actual está inevitablemente ligado al petróleo y vamos a necesitar usar técnicas agroecológicas que,  aunque también emplean maquinaria, consigue ahorros energéticos muy interesantes. Esto va a chocar con muchas resistencias, ya que  la industria química no está, evidentemente, interesada en vender menos. No es extraño que las personas que viven de esta industria ataquen la agroecología y defiendan la ingeniería genética, que ha tenido sus mayores “éxitos” en la creación de plantas resistentes a los herbicidas y que, por ello, fomentan el  consumo de agroquímicos. Probablemente la industria lo sabe y por eso está  intensificando sus mensajes  con tópicos como los que exhibe el señor Mulet. Por suerte, cada vez son más los agricultores que se pasan a la agricultura ecológica y  ven que las tierras les producen y  las cuentas les cuadran.
En cualquier caso, el artículo del Sr. Mulet  es buen reflejo de algunos prejuicios absurdos sobre la ecología, la ciencia y lo que se considera progreso que  deben empezar a caer. De hecho, una de las expresiones más curiosas de la entrevista es la siguiente: Frente a la identificación de los productos ecológicos o la lucha contra los transgénicos con un discurso progresista, Mulet sostiene que “mucha gente de izquierdas parece no haber leído a Marx y a Engels, que eran lo más racionalista que había […] Cuando la izquierda dejó de ir a misa tuvo que empezar a creer en cualquier tontería espiritual antisistema. Los mismo que la Iglesia, pero con una túnica azafrán en vez de una sotana”.
Esa afirmación de que estar en contra de los transgénicos “no es progresista” es bastante curiosa. Yo no sé si es que el Sr. Mulet se ha quedado en el siglo XIX -junto a Marx y Engels, porque no parece haber visto quién ha liderado la lucha contra estos cultivos en los últimos 20 años. La oposición a los transgénicos ha surgido principalmente de sindicatos campesinos dela Indiay Latinoamérica, que vieron cómo estas semillas permitían a la agroindustria monopolizar todavía más el mercado y llevar a la ruina a los campesinos más pobres.
Y por otra parte, es tremendamente curioso ver cómo Mulet asocia de un plumazo la racionalidad científica y las ideas de progreso con esa tecnología dura y agresiva para la naturaleza que son los transgénicos; y, por otro lado, identifica la ecología con lo irracional y con vagas espiritualidades orientales. Pues bien, Sr. Mulet: no es cierto y usted probablemente lo sabe bien. Lo que ahora llamamos agricultura ecológica no son sólo técnicas tradicionales, no es volver al pasado ni son supersticiones; es una agricultura basada en conocimientos científicos. Lo que sucede es que son conocimientos muy diferentes a los de “su” ingeniería genética, pero no por ello arcaicos, irracionales o poco rigurosos. De hecho, en mi opinión, la agricultura ecológica (y lo que se da en llamar agroecología y  permacultura, que son  tendencias más avanzadas de ésta), tiene un enfoque científico más moderno y eficaz, y los resultados lo están demostrando.
Si la ingeniería genética y la agricultura industrializada se basan en la química y la genética, la agroecología se basa en la biología y la ecología científica. Mientras la ingeniería genética utiliza una visión muy reduccionista, centrada en el gen como causa determinante, la agroecología tiene una visión mucho más sistémica y busca soluciones en los ecosistemas. Mientras la agricultura química y los transgénicos imponen a la naturaleza la lógica de las fábricas de producción industrial, la agroecología observa los ecosistemas, aprende de sus magníficos mecanismos de regulación y habla de biomímesis, es decir, de imitar a la naturaleza (incluso en la ingeniería y con resultados bastante interesantes, por cierto).  Mientras la agroindustria convierte la agricultura en una actividad altamente perjudicial para la naturaleza, la agroecología consigue un equilibrio entre el ser humano y el resto de las especies, de las que depende, en definitiva, nuestra propia vida. Ambas son racionales y ambas son científicas, pero la agricultura química es hija de las tendencias reduccionistas de la ciencia del XVIII, mientras la agricultura ecológica tiene una mentalidad más moderna y sistémica, heredera de la teoría de sistemas que surge a principios de siglo XX y, es, además, mucho más capaz de responder al reto más importante de la humanidad en el siglo XXI: conseguir una civilización compatible con el planeta.
A ver si desterramos de una vez esos extraños prejuicios que asocian el avance científico y el progresismo con  tecnologías agresivas para el medio ambiente y  la ecología con la añoranza romántica del pasado y cierta espiritualidad new age. La ciencia que se base en la ecología y, por tanto, nos enseñe a llegar a un equilibrio con  el planeta, será la más avanzada, la más sensata y la que realmente nos pueda hacer progresar en este siglo que empieza.
La agricultura ecológica podría ser enormemente interesante para un país como España, muy dependiente del petróleo y que necesita urgentemente crear empleos (aspecto en el que la agricultura ecológica es más eficaz[3]).  Desgraciadamente,  a pesar de que somos el primer país productor de alimentos ecológicos de Europa, los sucesivos gobiernos han defendido los cultivos genéticamente modificados y han desarrollado una legislación que penaliza las pequeñas explotaciones biológicas, con lo cual no es extraño que estos alimentos sean más caros: es casi un milagro que se produzcan.
Así pues, hagamos bueno el título del libro de Mulet y digamos que hay que comer sin miedo alimentos ecológicos: sin miedo a que no podamos producir lo suficiente para alimentar a la humanidad, sin miedo a que no sean seguros y sin miedo a que nos arruinen. Porque la principal razón para comprarlos no es el miedo al cáncer sino la evidencia que muestran los datos y  nos gritan nuestros sentidos: son productos de buena calidad que suelen merecer su precio, beneficiosos tanto para el medio ambiente como para los más pobres del planeta, que ayudan a crear puestos de trabajo en el medio rural y que, además, nos ayudan a independizarnos de un petróleo que tiene los días contados.
Margarita Mediavilla Pascual

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miedo

Hace unas semanas acaparó cierto interés en los medios de comunicación la presentación del libro del doctor José Miguel Mulet, profesor de Biotecnología de la Universidad Politécnicade Valencia, titulado Comer sin miedo, en el que pretende desmontar mitos, falacias y mentiras sobre la alimentación en el siglo XXI. En la entrevista aparecida en El País sobre dicho libro, el autor critica algunas tendencias actuales en alimentación y en concreto,  la “moda” de los alimentos ecológicos. Estos alimentos, según él, son un engaño porque utilizan el miedo a lo artificial para vender un producto más caro que, en su opinión, no es mejor ni para el consumidor ni para el medio ambiente.
Hay que reconocer que, en la primera parte de su entrevista, el Sr. Mulet tiene acierto al atacar esa tendencia un poco paranoica de nuestra sociedad a generar modas sobre dietas “salvadoras”, pero luego pierde todo el equilibrio y toda la razón cuando empieza a hablar de los alimentos ecológicos. A partir de ahí su entrevista se llena de tópicos y razonamientos rocambolescos con un estilo claramente manipulador, apoyado, además, en datos que no son ciertos. Merece la pena entretenerse en desmontar su discurso porque se basa en un montón de prejuicios, que, por desgracia, son más comunes de lo que deberían.
Una de las afirmaciones más rocambolescas del Sr. Mulet es decir que la agricultura ecológica es perjudicial para el medio ambiente porque la producción es mucho menor, del orden de un 50-25% y, por ello, se necesitan muchas más tierras para producir lo mismo. Incluso si ese dato fuera cierto, es bastante sorprendente que llame  perjudicial a una agricultura que evita impactos tan enormes sobre el medio ambiente como la erosión y pérdida de suelo fértil, la eutrofización de los ríos debida al exceso de abonos nitrogenados, gran parte de las emisiones de CO2, la pérdida de biodiversidad de aves, insectos, abejas, y todo tipo de descomponedores y microorganismos del suelo, etc. Además, la agricultura ecológica, incluso aunque usara dos o tres veces más tierra para producir lo mismo (que no lo hace), “roba” muchos menos espacios a la fauna y flora silvestre, porque crea agroecosistemas equilibrados donde conviven múltiples especies silvestres, siendo la clave de la supervivencia de muchas de ellas.
Pero  esta afirmación es todavía más rocambolesca porque el dato que da  el Sr. Mulet, es, directamente, falso. Cualquiera que haya ojeado estudios o conozca a algún agricultor orgánico sabe que los rendimientos por hectárea de éstos son un poco menores, pero únicamente del orden de un 10%.  En una síntesis de diversos trabajos, Miguel Ángel Altieri, uno de los mayores expertos mundiales sobre agroecología, indica que en agricultura ecológica los rendimientos por unidad de área de cultivo pueden ser un 5-10% menores que en cultivo químico, pero son mayores los relacionados con otros factores (por unidad de energía, de agua, de suelo perdido, etc.). También es conocido que el uso de abonos nitrogenados favorece la acumulación de agua en las plantas, de forma que los vegetales ecológicos tienen en torno a un 20% más materia seca por kilogramo[1], con lo cual es cuestionable incluso si los rendimientos reales son menores, porque cuando compramos un kilo de verdura, queremos comprar vitaminas, no  kilos de agua.
Esta idea de que  los pesticidas, herbicidas y transgénicos son un mal necesario -ya que “sin ellos no podríamos alimentar a toda la humanidad”–  está todavía muy presente en la mentalidad colectiva, a pesar de que no es precisamente eso lo que dicen las propias Naciones Unidas y la FAO, sino más bien todo lo contrario. En los últimos años estas instituciones  apuestan por la agroecología como el mejor camino para acabar con el hambre.
Las palabras de Olivier De Schutter, relator especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentaciónno dejan lugar a dudas[2]: “ Un viraje urgente hacia la “ecoagricultura” es la única manera de poner fin al hambre y de enfrentar los desafíos del cambio climático y la pobreza rural […] Los rendimientos aumentaron 214 por ciento en 44 proyectos en 20 países de África subsahariana usando técnicas de agricultura ecológica durante un periodo de tres a 10 años, mucho más que lo que jamás logró ningún (cultivo) genéticamente modificado […] La evidencia científica actual demuestra que el desempeño de los métodos agroecológicos supera al del uso de fertilizantes químicos en el estímulo a la producción alimentaria en regiones donde viven los hambrientos”.
Es probable que el Sr. Mulet sepa esto y es posible que no le guste nada en absoluto, porque el éxito de la agricultura ecológica pone en entredicho sus investigaciones. Pero  los datos lo están diciendo claramente: la agroecología no sólo es mejor para el medio ambiente, es igual de productiva que la agricultura química y, en ocasiones, la supera.
De hecho, el Sr. Mulet argumenta que los defensores de los alimentos ecológicos engañan a los consumidores con el miedo a los químicos, pero ese mismo miedo también lo usa él cuando insinúa que los alimentos ecológicos son “inseguros”  obviando que pasan exactamente los mismos controles que los convencionales y también que es la agricultura y la ganadería industrial, con su  hacinamiento de animales (y plantas) de una misma especie, la que se vuelve ideal para la expansión de  epidemias. De hecho, son las grandes explotaciones industrializadas de Asia las que están teniendo problemas con la gripe aviar, no las pequeñas granjas ecológicas.
Pero lo que el Sr. Mulet no dice, y es, probablemente,  lo más importante,  es que la agricultura química actual no tiene  futuro porque necesita un suministro de petróleo  barato y abundante, y el petróleo ha dejado de ser barato y va a  dejar de ser abundante. Y es que el gran aumento de productividad de los años 60 y 70 se basó en el petróleo y el gas natural, necesarios para la síntesis, tanto de los abonos químicos y pesticidas, como del gasóleo, combustible indispensable para la maquinaria agrícola.
El declive del oro negro en estas décadas va a hacer que tengamos que emprender  una difícil  reconversión de la agricultura mundial porque el modelo actual está inevitablemente ligado al petróleo y vamos a necesitar usar técnicas agroecológicas que,  aunque también emplean maquinaria, consigue ahorros energéticos muy interesantes. Esto va a chocar con muchas resistencias, ya que  la industria química no está, evidentemente, interesada en vender menos. No es extraño que las personas que viven de esta industria ataquen la agroecología y defiendan la ingeniería genética, que ha tenido sus mayores “éxitos” en la creación de plantas resistentes a los herbicidas y que, por ello, fomentan el  consumo de agroquímicos. Probablemente la industria lo sabe y por eso está  intensificando sus mensajes  con tópicos como los que exhibe el señor Mulet. Por suerte, cada vez son más los agricultores que se pasan a la agricultura ecológica y  ven que las tierras les producen y  las cuentas les cuadran.
En cualquier caso, el artículo del Sr. Mulet  es buen reflejo de algunos prejuicios absurdos sobre la ecología, la ciencia y lo que se considera progreso que  deben empezar a caer. De hecho, una de las expresiones más curiosas de la entrevista es la siguiente: Frente a la identificación de los productos ecológicos o la lucha contra los transgénicos con un discurso progresista, Mulet sostiene que “mucha gente de izquierdas parece no haber leído a Marx y a Engels, que eran lo más racionalista que había […] Cuando la izquierda dejó de ir a misa tuvo que empezar a creer en cualquier tontería espiritual antisistema. Los mismo que la Iglesia, pero con una túnica azafrán en vez de una sotana”.
Esa afirmación de que estar en contra de los transgénicos “no es progresista” es bastante curiosa. Yo no sé si es que el Sr. Mulet se ha quedado en el siglo XIX -junto a Marx y Engels, porque no parece haber visto quién ha liderado la lucha contra estos cultivos en los últimos 20 años. La oposición a los transgénicos ha surgido principalmente de sindicatos campesinos dela Indiay Latinoamérica, que vieron cómo estas semillas permitían a la agroindustria monopolizar todavía más el mercado y llevar a la ruina a los campesinos más pobres.
Y por otra parte, es tremendamente curioso ver cómo Mulet asocia de un plumazo la racionalidad científica y las ideas de progreso con esa tecnología dura y agresiva para la naturaleza que son los transgénicos; y, por otro lado, identifica la ecología con lo irracional y con vagas espiritualidades orientales. Pues bien, Sr. Mulet: no es cierto y usted probablemente lo sabe bien. Lo que ahora llamamos agricultura ecológica no son sólo técnicas tradicionales, no es volver al pasado ni son supersticiones; es una agricultura basada en conocimientos científicos. Lo que sucede es que son conocimientos muy diferentes a los de “su” ingeniería genética, pero no por ello arcaicos, irracionales o poco rigurosos. De hecho, en mi opinión, la agricultura ecológica (y lo que se da en llamar agroecología y  permacultura, que son  tendencias más avanzadas de ésta), tiene un enfoque científico más moderno y eficaz, y los resultados lo están demostrando.
Si la ingeniería genética y la agricultura industrializada se basan en la química y la genética, la agroecología se basa en la biología y la ecología científica. Mientras la ingeniería genética utiliza una visión muy reduccionista, centrada en el gen como causa determinante, la agroecología tiene una visión mucho más sistémica y busca soluciones en los ecosistemas. Mientras la agricultura química y los transgénicos imponen a la naturaleza la lógica de las fábricas de producción industrial, la agroecología observa los ecosistemas, aprende de sus magníficos mecanismos de regulación y habla de biomímesis, es decir, de imitar a la naturaleza (incluso en la ingeniería y con resultados bastante interesantes, por cierto).  Mientras la agroindustria convierte la agricultura en una actividad altamente perjudicial para la naturaleza, la agroecología consigue un equilibrio entre el ser humano y el resto de las especies, de las que depende, en definitiva, nuestra propia vida. Ambas son racionales y ambas son científicas, pero la agricultura química es hija de las tendencias reduccionistas de la ciencia del XVIII, mientras la agricultura ecológica tiene una mentalidad más moderna y sistémica, heredera de la teoría de sistemas que surge a principios de siglo XX y, es, además, mucho más capaz de responder al reto más importante de la humanidad en el siglo XXI: conseguir una civilización compatible con el planeta.
A ver si desterramos de una vez esos extraños prejuicios que asocian el avance científico y el progresismo con  tecnologías agresivas para el medio ambiente y  la ecología con la añoranza romántica del pasado y cierta espiritualidad new age. La ciencia que se base en la ecología y, por tanto, nos enseñe a llegar a un equilibrio con  el planeta, será la más avanzada, la más sensata y la que realmente nos pueda hacer progresar en este siglo que empieza.
La agricultura ecológica podría ser enormemente interesante para un país como España, muy dependiente del petróleo y que necesita urgentemente crear empleos (aspecto en el que la agricultura ecológica es más eficaz[3]).  Desgraciadamente,  a pesar de que somos el primer país productor de alimentos ecológicos de Europa, los sucesivos gobiernos han defendido los cultivos genéticamente modificados y han desarrollado una legislación que penaliza las pequeñas explotaciones biológicas, con lo cual no es extraño que estos alimentos sean más caros: es casi un milagro que se produzcan.
Así pues, hagamos bueno el título del libro de Mulet y digamos que hay que comer sin miedo alimentos ecológicos: sin miedo a que no podamos producir lo suficiente para alimentar a la humanidad, sin miedo a que no sean seguros y sin miedo a que nos arruinen. Porque la principal razón para comprarlos no es el miedo al cáncer sino la evidencia que muestran los datos y  nos gritan nuestros sentidos: son productos de buena calidad que suelen merecer su precio, beneficiosos tanto para el medio ambiente como para los más pobres del planeta, que ayudan a crear puestos de trabajo en el medio rural y que, además, nos ayudan a independizarnos de un petróleo que tiene los días contados.
Margarita Mediavilla Pascual

– See more at: http://www.eis.uva.es/energiasostenible/?p=1984#sthash.8bjdsXM6.dpuf

miedo

Hace unas semanas acaparó cierto interés en los medios de comunicación la presentación del libro del doctor José Miguel Mulet, profesor de Biotecnología de la Universidad Politécnicade Valencia, titulado Comer sin miedo, en el que pretende desmontar mitos, falacias y mentiras sobre la alimentación en el siglo XXI. En la entrevista aparecida en El País sobre dicho libro, el autor critica algunas tendencias actuales en alimentación y en concreto,  la “moda” de los alimentos ecológicos. Estos alimentos, según él, son un engaño porque utilizan el miedo a lo artificial para vender un producto más caro que, en su opinión, no es mejor ni para el consumidor ni para el medio ambiente.
Hay que reconocer que, en la primera parte de su entrevista, el Sr. Mulet tiene acierto al atacar esa tendencia un poco paranoica de nuestra sociedad a generar modas sobre dietas “salvadoras”, pero luego pierde todo el equilibrio y toda la razón cuando empieza a hablar de los alimentos ecológicos. A partir de ahí su entrevista se llena de tópicos y razonamientos rocambolescos con un estilo claramente manipulador, apoyado, además, en datos que no son ciertos. Merece la pena entretenerse en desmontar su discurso porque se basa en un montón de prejuicios, que, por desgracia, son más comunes de lo que deberían.
Una de las afirmaciones más rocambolescas del Sr. Mulet es decir que la agricultura ecológica es perjudicial para el medio ambiente porque la producción es mucho menor, del orden de un 50-25% y, por ello, se necesitan muchas más tierras para producir lo mismo. Incluso si ese dato fuera cierto, es bastante sorprendente que llame  perjudicial a una agricultura que evita impactos tan enormes sobre el medio ambiente como la erosión y pérdida de suelo fértil, la eutrofización de los ríos debida al exceso de abonos nitrogenados, gran parte de las emisiones de CO2, la pérdida de biodiversidad de aves, insectos, abejas, y todo tipo de descomponedores y microorganismos del suelo, etc. Además, la agricultura ecológica, incluso aunque usara dos o tres veces más tierra para producir lo mismo (que no lo hace), “roba” muchos menos espacios a la fauna y flora silvestre, porque crea agroecosistemas equilibrados donde conviven múltiples especies silvestres, siendo la clave de la supervivencia de muchas de ellas.
Pero  esta afirmación es todavía más rocambolesca porque el dato que da  el Sr. Mulet, es, directamente, falso. Cualquiera que haya ojeado estudios o conozca a algún agricultor orgánico sabe que los rendimientos por hectárea de éstos son un poco menores, pero únicamente del orden de un 10%.  En una síntesis de diversos trabajos, Miguel Ángel Altieri, uno de los mayores expertos mundiales sobre agroecología, indica que en agricultura ecológica los rendimientos por unidad de área de cultivo pueden ser un 5-10% menores que en cultivo químico, pero son mayores los relacionados con otros factores (por unidad de energía, de agua, de suelo perdido, etc.). También es conocido que el uso de abonos nitrogenados favorece la acumulación de agua en las plantas, de forma que los vegetales ecológicos tienen en torno a un 20% más materia seca por kilogramo[1], con lo cual es cuestionable incluso si los rendimientos reales son menores, porque cuando compramos un kilo de verdura, queremos comprar vitaminas, no  kilos de agua.
Esta idea de que  los pesticidas, herbicidas y transgénicos son un mal necesario -ya que “sin ellos no podríamos alimentar a toda la humanidad”–  está todavía muy presente en la mentalidad colectiva, a pesar de que no es precisamente eso lo que dicen las propias Naciones Unidas y la FAO, sino más bien todo lo contrario. En los últimos años estas instituciones  apuestan por la agroecología como el mejor camino para acabar con el hambre.
Las palabras de Olivier De Schutter, relator especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentaciónno dejan lugar a dudas[2]: “ Un viraje urgente hacia la “ecoagricultura” es la única manera de poner fin al hambre y de enfrentar los desafíos del cambio climático y la pobreza rural […] Los rendimientos aumentaron 214 por ciento en 44 proyectos en 20 países de África subsahariana usando técnicas de agricultura ecológica durante un periodo de tres a 10 años, mucho más que lo que jamás logró ningún (cultivo) genéticamente modificado […] La evidencia científica actual demuestra que el desempeño de los métodos agroecológicos supera al del uso de fertilizantes químicos en el estímulo a la producción alimentaria en regiones donde viven los hambrientos”.
Es probable que el Sr. Mulet sepa esto y es posible que no le guste nada en absoluto, porque el éxito de la agricultura ecológica pone en entredicho sus investigaciones. Pero  los datos lo están diciendo claramente: la agroecología no sólo es mejor para el medio ambiente, es igual de productiva que la agricultura química y, en ocasiones, la supera.
De hecho, el Sr. Mulet argumenta que los defensores de los alimentos ecológicos engañan a los consumidores con el miedo a los químicos, pero ese mismo miedo también lo usa él cuando insinúa que los alimentos ecológicos son “inseguros”  obviando que pasan exactamente los mismos controles que los convencionales y también que es la agricultura y la ganadería industrial, con su  hacinamiento de animales (y plantas) de una misma especie, la que se vuelve ideal para la expansión de  epidemias. De hecho, son las grandes explotaciones industrializadas de Asia las que están teniendo problemas con la gripe aviar, no las pequeñas granjas ecológicas.
Pero lo que el Sr. Mulet no dice, y es, probablemente,  lo más importante,  es que la agricultura química actual no tiene  futuro porque necesita un suministro de petróleo  barato y abundante, y el petróleo ha dejado de ser barato y va a  dejar de ser abundante. Y es que el gran aumento de productividad de los años 60 y 70 se basó en el petróleo y el gas natural, necesarios para la síntesis, tanto de los abonos químicos y pesticidas, como del gasóleo, combustible indispensable para la maquinaria agrícola.
El declive del oro negro en estas décadas va a hacer que tengamos que emprender  una difícil  reconversión de la agricultura mundial porque el modelo actual está inevitablemente ligado al petróleo y vamos a necesitar usar técnicas agroecológicas que,  aunque también emplean maquinaria, consigue ahorros energéticos muy interesantes. Esto va a chocar con muchas resistencias, ya que  la industria química no está, evidentemente, interesada en vender menos. No es extraño que las personas que viven de esta industria ataquen la agroecología y defiendan la ingeniería genética, que ha tenido sus mayores “éxitos” en la creación de plantas resistentes a los herbicidas y que, por ello, fomentan el  consumo de agroquímicos. Probablemente la industria lo sabe y por eso está  intensificando sus mensajes  con tópicos como los que exhibe el señor Mulet. Por suerte, cada vez son más los agricultores que se pasan a la agricultura ecológica y  ven que las tierras les producen y  las cuentas les cuadran.
En cualquier caso, el artículo del Sr. Mulet  es buen reflejo de algunos prejuicios absurdos sobre la ecología, la ciencia y lo que se considera progreso que  deben empezar a caer. De hecho, una de las expresiones más curiosas de la entrevista es la siguiente: Frente a la identificación de los productos ecológicos o la lucha contra los transgénicos con un discurso progresista, Mulet sostiene que “mucha gente de izquierdas parece no haber leído a Marx y a Engels, que eran lo más racionalista que había […] Cuando la izquierda dejó de ir a misa tuvo que empezar a creer en cualquier tontería espiritual antisistema. Los mismo que la Iglesia, pero con una túnica azafrán en vez de una sotana”.
Esa afirmación de que estar en contra de los transgénicos “no es progresista” es bastante curiosa. Yo no sé si es que el Sr. Mulet se ha quedado en el siglo XIX -junto a Marx y Engels, porque no parece haber visto quién ha liderado la lucha contra estos cultivos en los últimos 20 años. La oposición a los transgénicos ha surgido principalmente de sindicatos campesinos dela Indiay Latinoamérica, que vieron cómo estas semillas permitían a la agroindustria monopolizar todavía más el mercado y llevar a la ruina a los campesinos más pobres.
Y por otra parte, es tremendamente curioso ver cómo Mulet asocia de un plumazo la racionalidad científica y las ideas de progreso con esa tecnología dura y agresiva para la naturaleza que son los transgénicos; y, por otro lado, identifica la ecología con lo irracional y con vagas espiritualidades orientales. Pues bien, Sr. Mulet: no es cierto y usted probablemente lo sabe bien. Lo que ahora llamamos agricultura ecológica no son sólo técnicas tradicionales, no es volver al pasado ni son supersticiones; es una agricultura basada en conocimientos científicos. Lo que sucede es que son conocimientos muy diferentes a los de “su” ingeniería genética, pero no por ello arcaicos, irracionales o poco rigurosos. De hecho, en mi opinión, la agricultura ecológica (y lo que se da en llamar agroecología y  permacultura, que son  tendencias más avanzadas de ésta), tiene un enfoque científico más moderno y eficaz, y los resultados lo están demostrando.
Si la ingeniería genética y la agricultura industrializada se basan en la química y la genética, la agroecología se basa en la biología y la ecología científica. Mientras la ingeniería genética utiliza una visión muy reduccionista, centrada en el gen como causa determinante, la agroecología tiene una visión mucho más sistémica y busca soluciones en los ecosistemas. Mientras la agricultura química y los transgénicos imponen a la naturaleza la lógica de las fábricas de producción industrial, la agroecología observa los ecosistemas, aprende de sus magníficos mecanismos de regulación y habla de biomímesis, es decir, de imitar a la naturaleza (incluso en la ingeniería y con resultados bastante interesantes, por cierto).  Mientras la agroindustria convierte la agricultura en una actividad altamente perjudicial para la naturaleza, la agroecología consigue un equilibrio entre el ser humano y el resto de las especies, de las que depende, en definitiva, nuestra propia vida. Ambas son racionales y ambas son científicas, pero la agricultura química es hija de las tendencias reduccionistas de la ciencia del XVIII, mientras la agricultura ecológica tiene una mentalidad más moderna y sistémica, heredera de la teoría de sistemas que surge a principios de siglo XX y, es, además, mucho más capaz de responder al reto más importante de la humanidad en el siglo XXI: conseguir una civilización compatible con el planeta.
A ver si desterramos de una vez esos extraños prejuicios que asocian el avance científico y el progresismo con  tecnologías agresivas para el medio ambiente y  la ecología con la añoranza romántica del pasado y cierta espiritualidad new age. La ciencia que se base en la ecología y, por tanto, nos enseñe a llegar a un equilibrio con  el planeta, será la más avanzada, la más sensata y la que realmente nos pueda hacer progresar en este siglo que empieza.
La agricultura ecológica podría ser enormemente interesante para un país como España, muy dependiente del petróleo y que necesita urgentemente crear empleos (aspecto en el que la agricultura ecológica es más eficaz[3]).  Desgraciadamente,  a pesar de que somos el primer país productor de alimentos ecológicos de Europa, los sucesivos gobiernos han defendido los cultivos genéticamente modificados y han desarrollado una legislación que penaliza las pequeñas explotaciones biológicas, con lo cual no es extraño que estos alimentos sean más caros: es casi un milagro que se produzcan.
Así pues, hagamos bueno el título del libro de Mulet y digamos que hay que comer sin miedo alimentos ecológicos: sin miedo a que no podamos producir lo suficiente para alimentar a la humanidad, sin miedo a que no sean seguros y sin miedo a que nos arruinen. Porque la principal razón para comprarlos no es el miedo al cáncer sino la evidencia que muestran los datos y  nos gritan nuestros sentidos: son productos de buena calidad que suelen merecer su precio, beneficiosos tanto para el medio ambiente como para los más pobres del planeta, que ayudan a crear puestos de trabajo en el medio rural y que, además, nos ayudan a independizarnos de un petróleo que tiene los días contados.
Margarita Mediavilla Pascual

– See more at: http://www.eis.uva.es/energiasostenible/?p=1984#sthash.8bjdsXM6.dpuf

miedo

Hace unas semanas acaparó cierto interés en los medios de comunicación la presentación del libro del doctor José Miguel Mulet, profesor de Biotecnología de la Universidad Politécnicade Valencia, titulado Comer sin miedo, en el que pretende desmontar mitos, falacias y mentiras sobre la alimentación en el siglo XXI. En la entrevista aparecida en El País sobre dicho libro, el autor critica algunas tendencias actuales en alimentación y en concreto,  la “moda” de los alimentos ecológicos. Estos alimentos, según él, son un engaño porque utilizan el miedo a lo artificial para vender un producto más caro que, en su opinión, no es mejor ni para el consumidor ni para el medio ambiente.
Hay que reconocer que, en la primera parte de su entrevista, el Sr. Mulet tiene acierto al atacar esa tendencia un poco paranoica de nuestra sociedad a generar modas sobre dietas “salvadoras”, pero luego pierde todo el equilibrio y toda la razón cuando empieza a hablar de los alimentos ecológicos. A partir de ahí su entrevista se llena de tópicos y razonamientos rocambolescos con un estilo claramente manipulador, apoyado, además, en datos que no son ciertos. Merece la pena entretenerse en desmontar su discurso porque se basa en un montón de prejuicios, que, por desgracia, son más comunes de lo que deberían.
Una de las afirmaciones más rocambolescas del Sr. Mulet es decir que la agricultura ecológica es perjudicial para el medio ambiente porque la producción es mucho menor, del orden de un 50-25% y, por ello, se necesitan muchas más tierras para producir lo mismo. Incluso si ese dato fuera cierto, es bastante sorprendente que llame  perjudicial a una agricultura que evita impactos tan enormes sobre el medio ambiente como la erosión y pérdida de suelo fértil, la eutrofización de los ríos debida al exceso de abonos nitrogenados, gran parte de las emisiones de CO2, la pérdida de biodiversidad de aves, insectos, abejas, y todo tipo de descomponedores y microorganismos del suelo, etc. Además, la agricultura ecológica, incluso aunque usara dos o tres veces más tierra para producir lo mismo (que no lo hace), “roba” muchos menos espacios a la fauna y flora silvestre, porque crea agroecosistemas equilibrados donde conviven múltiples especies silvestres, siendo la clave de la supervivencia de muchas de ellas.
Pero  esta afirmación es todavía más rocambolesca porque el dato que da  el Sr. Mulet, es, directamente, falso. Cualquiera que haya ojeado estudios o conozca a algún agricultor orgánico sabe que los rendimientos por hectárea de éstos son un poco menores, pero únicamente del orden de un 10%.  En una síntesis de diversos trabajos, Miguel Ángel Altieri, uno de los mayores expertos mundiales sobre agroecología, indica que en agricultura ecológica los rendimientos por unidad de área de cultivo pueden ser un 5-10% menores que en cultivo químico, pero son mayores los relacionados con otros factores (por unidad de energía, de agua, de suelo perdido, etc.). También es conocido que el uso de abonos nitrogenados favorece la acumulación de agua en las plantas, de forma que los vegetales ecológicos tienen en torno a un 20% más materia seca por kilogramo[1], con lo cual es cuestionable incluso si los rendimientos reales son menores, porque cuando compramos un kilo de verdura, queremos comprar vitaminas, no  kilos de agua.
Esta idea de que  los pesticidas, herbicidas y transgénicos son un mal necesario -ya que “sin ellos no podríamos alimentar a toda la humanidad”–  está todavía muy presente en la mentalidad colectiva, a pesar de que no es precisamente eso lo que dicen las propias Naciones Unidas y la FAO, sino más bien todo lo contrario. En los últimos años estas instituciones  apuestan por la agroecología como el mejor camino para acabar con el hambre.
Las palabras de Olivier De Schutter, relator especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentaciónno dejan lugar a dudas[2]: “ Un viraje urgente hacia la “ecoagricultura” es la única manera de poner fin al hambre y de enfrentar los desafíos del cambio climático y la pobreza rural […] Los rendimientos aumentaron 214 por ciento en 44 proyectos en 20 países de África subsahariana usando técnicas de agricultura ecológica durante un periodo de tres a 10 años, mucho más que lo que jamás logró ningún (cultivo) genéticamente modificado […] La evidencia científica actual demuestra que el desempeño de los métodos agroecológicos supera al del uso de fertilizantes químicos en el estímulo a la producción alimentaria en regiones donde viven los hambrientos”.
Es probable que el Sr. Mulet sepa esto y es posible que no le guste nada en absoluto, porque el éxito de la agricultura ecológica pone en entredicho sus investigaciones. Pero  los datos lo están diciendo claramente: la agroecología no sólo es mejor para el medio ambiente, es igual de productiva que la agricultura química y, en ocasiones, la supera.
De hecho, el Sr. Mulet argumenta que los defensores de los alimentos ecológicos engañan a los consumidores con el miedo a los químicos, pero ese mismo miedo también lo usa él cuando insinúa que los alimentos ecológicos son “inseguros”  obviando que pasan exactamente los mismos controles que los convencionales y también que es la agricultura y la ganadería industrial, con su  hacinamiento de animales (y plantas) de una misma especie, la que se vuelve ideal para la expansión de  epidemias. De hecho, son las grandes explotaciones industrializadas de Asia las que están teniendo problemas con la gripe aviar, no las pequeñas granjas ecológicas.
Pero lo que el Sr. Mulet no dice, y es, probablemente,  lo más importante,  es que la agricultura química actual no tiene  futuro porque necesita un suministro de petróleo  barato y abundante, y el petróleo ha dejado de ser barato y va a  dejar de ser abundante. Y es que el gran aumento de productividad de los años 60 y 70 se basó en el petróleo y el gas natural, necesarios para la síntesis, tanto de los abonos químicos y pesticidas, como del gasóleo, combustible indispensable para la maquinaria agrícola.
El declive del oro negro en estas décadas va a hacer que tengamos que emprender  una difícil  reconversión de la agricultura mundial porque el modelo actual está inevitablemente ligado al petróleo y vamos a necesitar usar técnicas agroecológicas que,  aunque también emplean maquinaria, consigue ahorros energéticos muy interesantes. Esto va a chocar con muchas resistencias, ya que  la industria química no está, evidentemente, interesada en vender menos. No es extraño que las personas que viven de esta industria ataquen la agroecología y defiendan la ingeniería genética, que ha tenido sus mayores “éxitos” en la creación de plantas resistentes a los herbicidas y que, por ello, fomentan el  consumo de agroquímicos. Probablemente la industria lo sabe y por eso está  intensificando sus mensajes  con tópicos como los que exhibe el señor Mulet. Por suerte, cada vez son más los agricultores que se pasan a la agricultura ecológica y  ven que las tierras les producen y  las cuentas les cuadran.
En cualquier caso, el artículo del Sr. Mulet  es buen reflejo de algunos prejuicios absurdos sobre la ecología, la ciencia y lo que se considera progreso que  deben empezar a caer. De hecho, una de las expresiones más curiosas de la entrevista es la siguiente: Frente a la identificación de los productos ecológicos o la lucha contra los transgénicos con un discurso progresista, Mulet sostiene que “mucha gente de izquierdas parece no haber leído a Marx y a Engels, que eran lo más racionalista que había […] Cuando la izquierda dejó de ir a misa tuvo que empezar a creer en cualquier tontería espiritual antisistema. Los mismo que la Iglesia, pero con una túnica azafrán en vez de una sotana”.
Esa afirmación de que estar en contra de los transgénicos “no es progresista” es bastante curiosa. Yo no sé si es que el Sr. Mulet se ha quedado en el siglo XIX -junto a Marx y Engels, porque no parece haber visto quién ha liderado la lucha contra estos cultivos en los últimos 20 años. La oposición a los transgénicos ha surgido principalmente de sindicatos campesinos dela Indiay Latinoamérica, que vieron cómo estas semillas permitían a la agroindustria monopolizar todavía más el mercado y llevar a la ruina a los campesinos más pobres.
Y por otra parte, es tremendamente curioso ver cómo Mulet asocia de un plumazo la racionalidad científica y las ideas de progreso con esa tecnología dura y agresiva para la naturaleza que son los transgénicos; y, por otro lado, identifica la ecología con lo irracional y con vagas espiritualidades orientales. Pues bien, Sr. Mulet: no es cierto y usted probablemente lo sabe bien. Lo que ahora llamamos agricultura ecológica no son sólo técnicas tradicionales, no es volver al pasado ni son supersticiones; es una agricultura basada en conocimientos científicos. Lo que sucede es que son conocimientos muy diferentes a los de “su” ingeniería genética, pero no por ello arcaicos, irracionales o poco rigurosos. De hecho, en mi opinión, la agricultura ecológica (y lo que se da en llamar agroecología y  permacultura, que son  tendencias más avanzadas de ésta), tiene un enfoque científico más moderno y eficaz, y los resultados lo están demostrando.
Si la ingeniería genética y la agricultura industrializada se basan en la química y la genética, la agroecología se basa en la biología y la ecología científica. Mientras la ingeniería genética utiliza una visión muy reduccionista, centrada en el gen como causa determinante, la agroecología tiene una visión mucho más sistémica y busca soluciones en los ecosistemas. Mientras la agricultura química y los transgénicos imponen a la naturaleza la lógica de las fábricas de producción industrial, la agroecología observa los ecosistemas, aprende de sus magníficos mecanismos de regulación y habla de biomímesis, es decir, de imitar a la naturaleza (incluso en la ingeniería y con resultados bastante interesantes, por cierto).  Mientras la agroindustria convierte la agricultura en una actividad altamente perjudicial para la naturaleza, la agroecología consigue un equilibrio entre el ser humano y el resto de las especies, de las que depende, en definitiva, nuestra propia vida. Ambas son racionales y ambas son científicas, pero la agricultura química es hija de las tendencias reduccionistas de la ciencia del XVIII, mientras la agricultura ecológica tiene una mentalidad más moderna y sistémica, heredera de la teoría de sistemas que surge a principios de siglo XX y, es, además, mucho más capaz de responder al reto más importante de la humanidad en el siglo XXI: conseguir una civilización compatible con el planeta.
A ver si desterramos de una vez esos extraños prejuicios que asocian el avance científico y el progresismo con  tecnologías agresivas para el medio ambiente y  la ecología con la añoranza romántica del pasado y cierta espiritualidad new age. La ciencia que se base en la ecología y, por tanto, nos enseñe a llegar a un equilibrio con  el planeta, será la más avanzada, la más sensata y la que realmente nos pueda hacer progresar en este siglo que empieza.
La agricultura ecológica podría ser enormemente interesante para un país como España, muy dependiente del petróleo y que necesita urgentemente crear empleos (aspecto en el que la agricultura ecológica es más eficaz[3]).  Desgraciadamente,  a pesar de que somos el primer país productor de alimentos ecológicos de Europa, los sucesivos gobiernos han defendido los cultivos genéticamente modificados y han desarrollado una legislación que penaliza las pequeñas explotaciones biológicas, con lo cual no es extraño que estos alimentos sean más caros: es casi un milagro que se produzcan.
Así pues, hagamos bueno el título del libro de Mulet y digamos que hay que comer sin miedo alimentos ecológicos: sin miedo a que no podamos producir lo suficiente para alimentar a la humanidad, sin miedo a que no sean seguros y sin miedo a que nos arruinen. Porque la principal razón para comprarlos no es el miedo al cáncer sino la evidencia que muestran los datos y  nos gritan nuestros sentidos: son productos de buena calidad que suelen merecer su precio, beneficiosos tanto para el medio ambiente como para los más pobres del planeta, que ayudan a crear puestos de trabajo en el medio rural y que, además, nos ayudan a independizarnos de un petróleo que tiene los días contados.
Margarita Mediavilla Pascual

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Debates sobre decrecimiento: por favor, toquemos tierra (contestación a Vicenç Navarro)

Post publicat al web Grupo de Energía y Dinámica de Sistemas >> Universidad de Valladolid 


El profesor Navarro ha escrito en varias ocasiones desde su blog en Público en contra de la teoría del decrecimiento y en ocasiones ha citado a Floren Marcellesi, quien también ha respondido desde esas páginas. Últimamente este debate da la impresión de haber quedado bloqueado en una oposición frontal  y  no está dando lugar al constructivo flujo de ideas que sería deseable[1][1]. Es una lástima, ya que  este diálogo entre la “izquierda clásica” (con su objetivo de justicia social) y el “decrecimiento” (con su preocupación por los límites del planeta) es, sin duda, uno de los retos intelectuales más necesarios en este principio de siglo.
Tengo la impresión de que en los sucesivos artículos, Navarro y Marcellesi debaten acerca de términos como el decrecimiento, la producción o las energías renovables, pero sin  dar ejemplos y, probablemente, perdiéndose en discusiones semánticas. Si hablasen de cosas más concretas sería más fácil dialogar. Por ejemplo, cuando Navarro argumenta: “El decrecimiento no es un concepto que pueda definirse sin conocer qué es lo que está creciendo o decreciendo. No es lo mismo, por ejemplo, crecer a base del consumo de energía no renovable, que crecer a base del consumo de energía renovable. Y no es lo mismo crecer produciendo armas que crecer produciendo los fármacos que curan el cáncer.” es difícil no estar de acuerdo con él. Es evidente que existen actividades económicas con menor consumo de energía. También es muy cierto que, como apunta Navarro, no debemos olvidar la variable política ni las relaciones de poder:” El hecho de que haya una u otra forma de crecimiento es una variable política, es decir, depende de las relaciones de poder existentes en un país y de qué clases y grupos sociales controlan la producción y distribución de, por ejemplo, la energía”.
Sin embargo, esto que es obvio como generalidad, se vuelve una cuestión mucho más relativa cuando bajamos a los casos concretos y, sobre todo, cuando usamos una visión un poco más sistémica y lo ponemos en relación con otros aspectos de la realidad también muy obvios. Tomemos, por ejemplo, el caso del sector del automóvil. Actualmente el 4,5% del PIB español se está destinando a pagar las importaciones de crudo. Para evitar esta sangría (que  no tiene visos de mejorar debido al fenómeno del pico del petróleo) podemos pensar en cambiar hacia actividades  que usen menos energía o utilicen energías renovables. Podríamos pensar en  varias opciones. Podemos, por ejemplo, no hacer nada y seguir con el mismo modelo de movilidad. Esto nos  llevaría a que los ciudadanos destinasen cada vez un porcentaje mayor de su sueldo a comprar gasolinas con lo cual el consumo de otros bienes se detraería. Se venderían menos vehículos y es probable que disminuyeran los puestos de trabajo en la industria del automóvil. Muchas personas se verían marginadas al no poder permitirse tener un coche y no tener otras alternativas.
Podemos, también, intentar la sustitución tecnológica, apostando, por ejemplo, por el vehículo eléctrico. Esto tendría la ventaja de beneficiar a la industria del automóvil  y aumentar la demanda de energía eléctrica que podría ser renovable. Desgraciadamente los datos nos están diciendo que la alternativa del coche eléctrico es muy débil desde el punto de vista técnico. Los vehículos que se pueden poner en el mercado en esta década tienen prestaciones muy inferiores (15 veces menos acumulación de energía que el vehículo equivalente de gasolina,  lo que se traduce en mucha menor autonomía  y mala relación prestaciones/precio). Quizá dentro de unas décadas se descubra algo que haga que los vehículos eléctricos o de hidrógeno sean mucho más eficaces, pero, de momento, no tenemos esa opción y es inútil engañarse con fantasías. ¿Qué hacemos? ¿Subvencionamos los vehículos eléctricos  a base de recortar en otras partidas como el transporte público? ¿Hacemos que los trabajadores empobrecidos paguen impuestos  para los coches eléctricos de los pudientes? Actualmente ya estamos subvencionando cada vehículo eléctrico con 5.500 euros y siguen sin venderse masivamente. Esta opción  puede parecer muy atractiva desde el punto de vista económico, pero los datos tecnológicos, sencillamente, nos muestran que es una vía muerta.
Tenemos otra opción, y es la que defendería el movimiento por el decrecimiento. Podemos cambiar el modelo de movilidad  penalizando la compra de vehículos y fomentando el uso de la bicicleta. Esto permitiría que los ciudadanos tuvieran una forma de moverse barata y eficaz, que sería especialmente atractiva para los menos pudientes. Se perderían puestos de trabajo en el sector del automóvil (más que en la primera opción), pero el dinero que las familias no destinarían a gasolina se podría emplear en otros consumos que generarían otro tipo de puestos de trabajo.
¿Qué solución es mejor? Probablemente ninguna de ellas es buena y solamente podemos escoger la menos mala. Para ello tenemos que echar mano de los datos que nos permitan saber bien dónde están los límites tecnológicos y cuántos empleos se pierden en cada caso, y después debatir acerca de nuestras prioridades éticas.
En estos momentos no es suficiente con hablar de generalidades como  “cambiar la forma y tipo de producción”, es evidente que tenemos que cambiar, el problema es cómo queremos y podemos hacerlo: qué modelo de producción industrial y agraria proponemos, cómo organizamos nuestras ciudades,  qué tipo de banca y de comercio preferimos, etc. Y, sobre todo, sería deseable que  propongamos opciones que sean acordes con la realidad tecnológica, porque no sólo los ecologistas radicales y los seguidores de Paul Ehrlich hablamos de que los recursos naturales y la energía son finitos, Sr. Navarro. Eso es algo que afirman prácticamente todos los ingenieros y físicos del mundo, porque esa aseveración es uno de los contenidos básicos de los primeros cursos de cualquier carrera técnica. Es cierto que la energía renovable (cuyo flujo es limitado pero constante) se puede aprovechar más con el desarrollo de tecnologías renovables, pero el que podamos usar mejores o peores tecnologías dependerá de lo que lo que hayamos podido desarrollar. Las tecnologías necesitan tiempo y a veces tienen éxito, pero también a veces fracasan.
No podemos engañarnos e intentar ignorar las conclusiones que algunos científicos como Antonio Turiel, Mariano Marzo, Gorka Bueno o nuestro  propio grupo de la Universidad de Valladolid, están poniendo de manifiesto: la crisis energética es ya evidente, es muy grave y no va a poder ser resuelta con una mera sustitución tecnológica. En ese sentido, cuando el Sr. Navarro habla de lo que él llama “ecologistas radicales” y dice que “un número considerable de ellos muestra una sensibilidad maltusiana, que asume que los recursos naturales, como por ejemplo, los recursos energéticos, son fijos, constantes y limitados” no sé si es consciente de que probablemente él entiende por “recursos energéticos” cosas que no son exactamente lo mismo que esa energía física que nosotros medimos y estamos diciendo que tienen problemas. Por eso es tan importante que bajemos a los casos concretos, porque es ahí donde se ve con claridad si va a ser esa energía física la que va a hacer que los consumidores dejen de comprar coches, viviendas o clases de inglés (o no).
Y si hablamos de energía física es deseable que cuantifiquemos. No basta con decir que Barry Commoner  afirma que la energía renovable puede crecer  ¿Cuánto puede crecer? ¿Los 0,06TW que actualmente se extraen de eólica, los 2TW que mi compañero Carlos de Castro pone como límites a la expansión de esta tecnología, los 17TW de energía primaria  que ahora mismo está consumiendo la humanidad o los 25TW que necesitaríamos si nuestros consumo sigue creciendo como hasta ahora otros 14 años?
Cada vez estoy más convencida de que los economistas ecológicos tienen mucha razón cuando argumentan que tenemos que empezar a cuantificar la economía en términos de variables reales como la energía, los puestos de trabajo, los kilos de minerales o los servicios prestados. Medir las cosas en unidades monetarias nos distrae y nos puede llevar a engaños. Ahora mismo, por ejemplo, el consumo de petróleo en España es un 23% menor que en 2007 y, sin embargo, el PIB español apenas ha caído. Estamos generando el mismo PIB con menos energía ¿se debe eso a que somos más eficaces tecnológicamente? ¿Se debe a que tenemos una sociedad más capaz de generar actividad económica, empleo y bienestar con menos energía? No, en absoluto. Lo que estamos haciendo es cultivar la desigualdad: algunos siguen aumentando sus beneficios monetarios, pero muchos ciudadanos dejan de consumir porque no tienen ni siquiera lo necesario para calentar su casa. No es esa, desde luego, la eficiencia energética que queremos, ni es ese el decrecimiento que defienden personas como Marcellesi.
Los defensores de la dinámica de sistemas argumentan que los seres humanos tenemos tendencia a ver los problemas fijándonos únicamente en una causa, y eso nos proporciona una visión extremadamente miope,  porque los problemas tienen múltiples causas y múltiples efectos que, además, interaccionan unos con otros y se realimentan. Este debate en torno al decrecimiento da la impresión de estar pecando de ese error. Es estéril intentar discutir si es la energía la causa de todo o si lo es la injusta distribución del poder. Ambas causas están ahí,  ambas agudizan el problema y las dos son importantes. Y además, a la hora de proponer alternativas, debemos solucionar ambas a la vez.
Es una lástima que ecologistas y socialistas no estemos convergiendo en un discurso único y mucho más detallado sobre las soluciones económicas que proponemos.  Porque, si bien es interesante  proponer  experiencias colectivas que permiten vivir mejor con menos como las que desarrollan los partidarios del decrecimiento, no es menos cierto que también hay que cambiar las relaciones de poder para que estos experimentos puedan convertirse en alternativas a gran escala. Ni el socialismo puede ignorar los serios estudios físicos, ingenieriles y geológicos que se presentan desde los círculos ecologistas, ni los ecologistas podemos avanzar sin un discurso político elaborado, como el que posee el socialismo. Socialismo y ecologismo deberían ser las dos patas con las que caminemos para conseguir una sociedad justa y además acorde con los límites del planeta. Cualquier alternativa que sólo contemple una de las visiones y uno de los objetivos a costa del otro es ingenua e indeseable.
Marga Mediavilla


 

Navarro)

El profesor Navarro ha escrito en varias ocasiones desde su blog en Público en contra de la teoría del decrecimiento y en ocasiones ha citado a Floren Marcellesi, quien también ha respondido desde esas páginas. Últimamente este debate da la impresión de haber quedado bloqueado en una oposición frontal  y  no está dando lugar al constructivo flujo de ideas que sería deseable[1]. Es una lástima, ya que  este diálogo entre la “izquierda clásica” (con su objetivo de justicia social) y el “decrecimiento” (con su preocupación por los límites del planeta) es, sin duda, uno de los retos intelectuales más necesarios en este principio de siglo.
Tengo la impresión de que en los sucesivos artículos, Navarro y Marcellesi debaten acerca de términos como el decrecimiento, la producción o las energías renovables, pero sin  dar ejemplos y, probablemente, perdiéndose en discusiones semánticas. Si hablasen de cosas más concretas sería más fácil dialogar. Por ejemplo, cuando Navarro argumenta: “El decrecimiento no es un concepto que pueda definirse sin conocer qué es lo que está creciendo o decreciendo. No es lo mismo, por ejemplo, crecer a base del consumo de energía no renovable, que crecer a base del consumo de energía renovable. Y no es lo mismo crecer produciendo armas que crecer produciendo los fármacos que curan el cáncer.” es difícil no estar de acuerdo con él. Es evidente que existen actividades económicas con menor consumo de energía. También es muy cierto que, como apunta Navarro, no debemos olvidar la variable política ni las relaciones de poder:” El hecho de que haya una u otra forma de crecimiento es una variable política, es decir, depende de las relaciones de poder existentes en un país y de qué clases y grupos sociales controlan la producción y distribución de, por ejemplo, la energía”.
Sin embargo, esto que es obvio como generalidad, se vuelve una cuestión mucho más relativa cuando bajamos a los casos concretos y, sobre todo, cuando usamos una visión un poco más sistémica y lo ponemos en relación con otros aspectos de la realidad también muy obvios. Tomemos, por ejemplo, el caso del sector del automóvil. Actualmente el 4,5% del PIB español se está destinando a pagar las importaciones de crudo. Para evitar esta sangría (que  no tiene visos de mejorar debido al fenómeno del pico del petróleo) podemos pensar en cambiar hacia actividades  que usen menos energía o utilicen energías renovables. Podríamos pensar en  varias opciones. Podemos, por ejemplo, no hacer nada y seguir con el mismo modelo de movilidad. Esto nos  llevaría a que los ciudadanos destinasen cada vez un porcentaje mayor de su sueldo a comprar gasolinas con lo cual el consumo de otros bienes se detraería. Se venderían menos vehículos y es probable que disminuyeran los puestos de trabajo en la industria del automóvil. Muchas personas se verían marginadas al no poder permitirse tener un coche y no tener otras alternativas.
Podemos, también, intentar la sustitución tecnológica, apostando, por ejemplo, por el vehículo eléctrico. Esto tendría la ventaja de beneficiar a la industria del automóvil  y aumentar la demanda de energía eléctrica que podría ser renovable. Desgraciadamente los datos nos están diciendo que la alternativa del coche eléctrico es muy débil desde el punto de vista técnico. Los vehículos que se pueden poner en el mercado en esta década tienen prestaciones muy inferiores (15 veces menos acumulación de energía que el vehículo equivalente de gasolina,  lo que se traduce en mucha menor autonomía  y mala relación prestaciones/precio). Quizá dentro de unas décadas se descubra algo que haga que los vehículos eléctricos o de hidrógeno sean mucho más eficaces, pero, de momento, no tenemos esa opción y es inútil engañarse con fantasías. ¿Qué hacemos? ¿Subvencionamos los vehículos eléctricos  a base de recortar en otras partidas como el transporte público? ¿Hacemos que los trabajadores empobrecidos paguen impuestos  para los coches eléctricos de los pudientes? Actualmente ya estamos subvencionando cada vehículo eléctrico con 5.500 euros y siguen sin venderse masivamente. Esta opción  puede parecer muy atractiva desde el punto de vista económico, pero los datos tecnológicos, sencillamente, nos muestran que es una vía muerta.
Tenemos otra opción, y es la que defendería el movimiento por el decrecimiento. Podemos cambiar el modelo de movilidad  penalizando la compra de vehículos y fomentando el uso de la bicicleta. Esto permitiría que los ciudadanos tuvieran una forma de moverse barata y eficaz, que sería especialmente atractiva para los menos pudientes. Se perderían puestos de trabajo en el sector del automóvil (más que en la primera opción), pero el dinero que las familias no destinarían a gasolina se podría emplear en otros consumos que generarían otro tipo de puestos de trabajo.
¿Qué solución es mejor? Probablemente ninguna de ellas es buena y solamente podemos escoger la menos mala. Para ello tenemos que echar mano de los datos que nos permitan saber bien dónde están los límites tecnológicos y cuántos empleos se pierden en cada caso, y después debatir acerca de nuestras prioridades éticas.
En estos momentos no es suficiente con hablar de generalidades como  “cambiar la forma y tipo de producción”, es evidente que tenemos que cambiar, el problema es cómo queremos y podemos hacerlo: qué modelo de producción industrial y agraria proponemos, cómo organizamos nuestras ciudades,  qué tipo de banca y de comercio preferimos, etc. Y, sobre todo, sería deseable que  propongamos opciones que sean acordes con la realidad tecnológica, porque no sólo los ecologistas radicales y los seguidores de Paul Ehrlich hablamos de que los recursos naturales y la energía son finitos, Sr. Navarro. Eso es algo que afirman prácticamente todos los ingenieros y físicos del mundo, porque esa aseveración es uno de los contenidos básicos de los primeros cursos de cualquier carrera técnica. Es cierto que la energía renovable (cuyo flujo es limitado pero constante) se puede aprovechar más con el desarrollo de tecnologías renovables, pero el que podamos usar mejores o peores tecnologías dependerá de lo que lo que hayamos podido desarrollar. Las tecnologías necesitan tiempo y a veces tienen éxito, pero también a veces fracasan.
No podemos engañarnos e intentar ignorar las conclusiones que algunos científicos como Antonio Turiel, Mariano Marzo, Gorka Bueno o nuestro  propio grupo de la Universidad de Valladolid, están poniendo de manifiesto: la crisis energética es ya evidente, es muy grave y no va a poder ser resuelta con una mera sustitución tecnológica. En ese sentido, cuando el Sr. Navarro habla de lo que él llama “ecologistas radicales” y dice que “un número considerable de ellos muestra una sensibilidad maltusiana, que asume que los recursos naturales, como por ejemplo, los recursos energéticos, son fijos, constantes y limitados” no sé si es consciente de que probablemente él entiende por “recursos energéticos” cosas que no son exactamente lo mismo que esa energía física que nosotros medimos y estamos diciendo que tienen problemas. Por eso es tan importante que bajemos a los casos concretos, porque es ahí donde se ve con claridad si va a ser esa energía física la que va a hacer que los consumidores dejen de comprar coches, viviendas o clases de inglés (o no).
Y si hablamos de energía física es deseable que cuantifiquemos. No basta con decir que Barry Commoner  afirma que la energía renovable puede crecer  ¿Cuánto puede crecer? ¿Los 0,06TW que actualmente se extraen de eólica, los 2TW que mi compañero Carlos de Castro pone como límites a la expansión de esta tecnología, los 17TW de energía primaria  que ahora mismo está consumiendo la humanidad o los 25TW que necesitaríamos si nuestros consumo sigue creciendo como hasta ahora otros 14 años?
Cada vez estoy más convencida de que los economistas ecológicos tienen mucha razón cuando argumentan que tenemos que empezar a cuantificar la economía en términos de variables reales como la energía, los puestos de trabajo, los kilos de minerales o los servicios prestados. Medir las cosas en unidades monetarias nos distrae y nos puede llevar a engaños. Ahora mismo, por ejemplo, el consumo de petróleo en España es un 23% menor que en 2007 y, sin embargo, el PIB español apenas ha caído. Estamos generando el mismo PIB con menos energía ¿se debe eso a que somos más eficaces tecnológicamente? ¿Se debe a que tenemos una sociedad más capaz de generar actividad económica, empleo y bienestar con menos energía? No, en absoluto. Lo que estamos haciendo es cultivar la desigualdad: algunos siguen aumentando sus beneficios monetarios, pero muchos ciudadanos dejan de consumir porque no tienen ni siquiera lo necesario para calentar su casa. No es esa, desde luego, la eficiencia energética que queremos, ni es ese el decrecimiento que defienden personas como Marcellesi.
Los defensores de la dinámica de sistemas argumentan que los seres humanos tenemos tendencia a ver los problemas fijándonos únicamente en una causa, y eso nos proporciona una visión extremadamente miope,  porque los problemas tienen múltiples causas y múltiples efectos que, además, interaccionan unos con otros y se realimentan. Este debate en torno al decrecimiento da la impresión de estar pecando de ese error. Es estéril intentar discutir si es la energía la causa de todo o si lo es la injusta distribución del poder. Ambas causas están ahí,  ambas agudizan el problema y las dos son importantes. Y además, a la hora de proponer alternativas, debemos solucionar ambas a la vez.
Es una lástima que ecologistas y socialistas no estemos convergiendo en un discurso único y mucho más detallado sobre las soluciones económicas que proponemos.  Porque, si bien es interesante  proponer  experiencias colectivas que permiten vivir mejor con menos como las que desarrollan los partidarios del decrecimiento, no es menos cierto que también hay que cambiar las relaciones de poder para que estos experimentos puedan convertirse en alternativas a gran escala. Ni el socialismo puede ignorar los serios estudios físicos, ingenieriles y geológicos que se presentan desde los círculos ecologistas, ni los ecologistas podemos avanzar sin un discurso político elaborado, como el que posee el socialismo. Socialismo y ecologismo deberían ser las dos patas con las que caminemos para conseguir una sociedad justa y además acorde con los límites del planeta. Cualquier alternativa que sólo contemple una de las visiones y uno de los objetivos a costa del otro es ingenua e indeseable.
Marga Mediavilla

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Navarro)

El profesor Navarro ha escrito en varias ocasiones desde su blog en Público en contra de la teoría del decrecimiento y en ocasiones ha citado a Floren Marcellesi, quien también ha respondido desde esas páginas. Últimamente este debate da la impresión de haber quedado bloqueado en una oposición frontal  y  no está dando lugar al constructivo flujo de ideas que sería deseable[1]. Es una lástima, ya que  este diálogo entre la “izquierda clásica” (con su objetivo de justicia social) y el “decrecimiento” (con su preocupación por los límites del planeta) es, sin duda, uno de los retos intelectuales más necesarios en este principio de siglo.
Tengo la impresión de que en los sucesivos artículos, Navarro y Marcellesi debaten acerca de términos como el decrecimiento, la producción o las energías renovables, pero sin  dar ejemplos y, probablemente, perdiéndose en discusiones semánticas. Si hablasen de cosas más concretas sería más fácil dialogar. Por ejemplo, cuando Navarro argumenta: “El decrecimiento no es un concepto que pueda definirse sin conocer qué es lo que está creciendo o decreciendo. No es lo mismo, por ejemplo, crecer a base del consumo de energía no renovable, que crecer a base del consumo de energía renovable. Y no es lo mismo crecer produciendo armas que crecer produciendo los fármacos que curan el cáncer.” es difícil no estar de acuerdo con él. Es evidente que existen actividades económicas con menor consumo de energía. También es muy cierto que, como apunta Navarro, no debemos olvidar la variable política ni las relaciones de poder:” El hecho de que haya una u otra forma de crecimiento es una variable política, es decir, depende de las relaciones de poder existentes en un país y de qué clases y grupos sociales controlan la producción y distribución de, por ejemplo, la energía”.
Sin embargo, esto que es obvio como generalidad, se vuelve una cuestión mucho más relativa cuando bajamos a los casos concretos y, sobre todo, cuando usamos una visión un poco más sistémica y lo ponemos en relación con otros aspectos de la realidad también muy obvios. Tomemos, por ejemplo, el caso del sector del automóvil. Actualmente el 4,5% del PIB español se está destinando a pagar las importaciones de crudo. Para evitar esta sangría (que  no tiene visos de mejorar debido al fenómeno del pico del petróleo) podemos pensar en cambiar hacia actividades  que usen menos energía o utilicen energías renovables. Podríamos pensar en  varias opciones. Podemos, por ejemplo, no hacer nada y seguir con el mismo modelo de movilidad. Esto nos  llevaría a que los ciudadanos destinasen cada vez un porcentaje mayor de su sueldo a comprar gasolinas con lo cual el consumo de otros bienes se detraería. Se venderían menos vehículos y es probable que disminuyeran los puestos de trabajo en la industria del automóvil. Muchas personas se verían marginadas al no poder permitirse tener un coche y no tener otras alternativas.
Podemos, también, intentar la sustitución tecnológica, apostando, por ejemplo, por el vehículo eléctrico. Esto tendría la ventaja de beneficiar a la industria del automóvil  y aumentar la demanda de energía eléctrica que podría ser renovable. Desgraciadamente los datos nos están diciendo que la alternativa del coche eléctrico es muy débil desde el punto de vista técnico. Los vehículos que se pueden poner en el mercado en esta década tienen prestaciones muy inferiores (15 veces menos acumulación de energía que el vehículo equivalente de gasolina,  lo que se traduce en mucha menor autonomía  y mala relación prestaciones/precio). Quizá dentro de unas décadas se descubra algo que haga que los vehículos eléctricos o de hidrógeno sean mucho más eficaces, pero, de momento, no tenemos esa opción y es inútil engañarse con fantasías. ¿Qué hacemos? ¿Subvencionamos los vehículos eléctricos  a base de recortar en otras partidas como el transporte público? ¿Hacemos que los trabajadores empobrecidos paguen impuestos  para los coches eléctricos de los pudientes? Actualmente ya estamos subvencionando cada vehículo eléctrico con 5.500 euros y siguen sin venderse masivamente. Esta opción  puede parecer muy atractiva desde el punto de vista económico, pero los datos tecnológicos, sencillamente, nos muestran que es una vía muerta.
Tenemos otra opción, y es la que defendería el movimiento por el decrecimiento. Podemos cambiar el modelo de movilidad  penalizando la compra de vehículos y fomentando el uso de la bicicleta. Esto permitiría que los ciudadanos tuvieran una forma de moverse barata y eficaz, que sería especialmente atractiva para los menos pudientes. Se perderían puestos de trabajo en el sector del automóvil (más que en la primera opción), pero el dinero que las familias no destinarían a gasolina se podría emplear en otros consumos que generarían otro tipo de puestos de trabajo.
¿Qué solución es mejor? Probablemente ninguna de ellas es buena y solamente podemos escoger la menos mala. Para ello tenemos que echar mano de los datos que nos permitan saber bien dónde están los límites tecnológicos y cuántos empleos se pierden en cada caso, y después debatir acerca de nuestras prioridades éticas.
En estos momentos no es suficiente con hablar de generalidades como  “cambiar la forma y tipo de producción”, es evidente que tenemos que cambiar, el problema es cómo queremos y podemos hacerlo: qué modelo de producción industrial y agraria proponemos, cómo organizamos nuestras ciudades,  qué tipo de banca y de comercio preferimos, etc. Y, sobre todo, sería deseable que  propongamos opciones que sean acordes con la realidad tecnológica, porque no sólo los ecologistas radicales y los seguidores de Paul Ehrlich hablamos de que los recursos naturales y la energía son finitos, Sr. Navarro. Eso es algo que afirman prácticamente todos los ingenieros y físicos del mundo, porque esa aseveración es uno de los contenidos básicos de los primeros cursos de cualquier carrera técnica. Es cierto que la energía renovable (cuyo flujo es limitado pero constante) se puede aprovechar más con el desarrollo de tecnologías renovables, pero el que podamos usar mejores o peores tecnologías dependerá de lo que lo que hayamos podido desarrollar. Las tecnologías necesitan tiempo y a veces tienen éxito, pero también a veces fracasan.
No podemos engañarnos e intentar ignorar las conclusiones que algunos científicos como Antonio Turiel, Mariano Marzo, Gorka Bueno o nuestro  propio grupo de la Universidad de Valladolid, están poniendo de manifiesto: la crisis energética es ya evidente, es muy grave y no va a poder ser resuelta con una mera sustitución tecnológica. En ese sentido, cuando el Sr. Navarro habla de lo que él llama “ecologistas radicales” y dice que “un número considerable de ellos muestra una sensibilidad maltusiana, que asume que los recursos naturales, como por ejemplo, los recursos energéticos, son fijos, constantes y limitados” no sé si es consciente de que probablemente él entiende por “recursos energéticos” cosas que no son exactamente lo mismo que esa energía física que nosotros medimos y estamos diciendo que tienen problemas. Por eso es tan importante que bajemos a los casos concretos, porque es ahí donde se ve con claridad si va a ser esa energía física la que va a hacer que los consumidores dejen de comprar coches, viviendas o clases de inglés (o no).
Y si hablamos de energía física es deseable que cuantifiquemos. No basta con decir que Barry Commoner  afirma que la energía renovable puede crecer  ¿Cuánto puede crecer? ¿Los 0,06TW que actualmente se extraen de eólica, los 2TW que mi compañero Carlos de Castro pone como límites a la expansión de esta tecnología, los 17TW de energía primaria  que ahora mismo está consumiendo la humanidad o los 25TW que necesitaríamos si nuestros consumo sigue creciendo como hasta ahora otros 14 años?
Cada vez estoy más convencida de que los economistas ecológicos tienen mucha razón cuando argumentan que tenemos que empezar a cuantificar la economía en términos de variables reales como la energía, los puestos de trabajo, los kilos de minerales o los servicios prestados. Medir las cosas en unidades monetarias nos distrae y nos puede llevar a engaños. Ahora mismo, por ejemplo, el consumo de petróleo en España es un 23% menor que en 2007 y, sin embargo, el PIB español apenas ha caído. Estamos generando el mismo PIB con menos energía ¿se debe eso a que somos más eficaces tecnológicamente? ¿Se debe a que tenemos una sociedad más capaz de generar actividad económica, empleo y bienestar con menos energía? No, en absoluto. Lo que estamos haciendo es cultivar la desigualdad: algunos siguen aumentando sus beneficios monetarios, pero muchos ciudadanos dejan de consumir porque no tienen ni siquiera lo necesario para calentar su casa. No es esa, desde luego, la eficiencia energética que queremos, ni es ese el decrecimiento que defienden personas como Marcellesi.
Los defensores de la dinámica de sistemas argumentan que los seres humanos tenemos tendencia a ver los problemas fijándonos únicamente en una causa, y eso nos proporciona una visión extremadamente miope,  porque los problemas tienen múltiples causas y múltiples efectos que, además, interaccionan unos con otros y se realimentan. Este debate en torno al decrecimiento da la impresión de estar pecando de ese error. Es estéril intentar discutir si es la energía la causa de todo o si lo es la injusta distribución del poder. Ambas causas están ahí,  ambas agudizan el problema y las dos son importantes. Y además, a la hora de proponer alternativas, debemos solucionar ambas a la vez.
Es una lástima que ecologistas y socialistas no estemos convergiendo en un discurso único y mucho más detallado sobre las soluciones económicas que proponemos.  Porque, si bien es interesante  proponer  experiencias colectivas que permiten vivir mejor con menos como las que desarrollan los partidarios del decrecimiento, no es menos cierto que también hay que cambiar las relaciones de poder para que estos experimentos puedan convertirse en alternativas a gran escala. Ni el socialismo puede ignorar los serios estudios físicos, ingenieriles y geológicos que se presentan desde los círculos ecologistas, ni los ecologistas podemos avanzar sin un discurso político elaborado, como el que posee el socialismo. Socialismo y ecologismo deberían ser las dos patas con las que caminemos para conseguir una sociedad justa y además acorde con los límites del planeta. Cualquier alternativa que sólo contemple una de las visiones y uno de los objetivos a costa del otro es ingenua e indeseable.
Marga Mediavilla

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