Serge Latouche «La lógica de la sociedad de crecimiento es destruir todas las identidades»

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Article publicat a La Marea
abril 2016 nº 37 |

Serge Latouche
Luna Gámez | París

Decrecer para avanzar. Esta idea, que muchos estiman utópica, es la base de la teoría del decrecimiento. Su principal impulsor, Serge Latouche (Vannes, Francia, 1940), plantea que esta posibilidad no debe ser considerada como un retroceso sino como un avance hacia otra  dirección en la que la actividad humana no tenga tanto impacto sobre la naturaleza. Un lugar donde el crecimiento desenfrenado, el productivismo y la obsolescencia programada se vean sustituidos por un aumento de la reutilización, de la reparación y de la relocalización de la producción a escala más local. Poco dado a ofrecer entrevistas, Latouche recibe a La Marea en pleno corazón del barrio latino de París. Mientras saborea una copa de vino tinto, el célebre pensador y experto en Filosofía Económica relata cómo su experiencia de vida con  comunidades ajenas al desarrollismo, primero en Laos y luego en África, fue el detonante que despertó su espíritu crítico hacia el desarrollo económico, algo que considera una forma de occidentalización y colonización del mundo. Algunas historias las explica en La sociedad de la abundancia frugal (Icaria Editorial), uno de sus últimos libros traducidos al español.

El desarrollo de su teoría crítica contra el crecimiento capitalista se remonta a finales de los años 60. Sin embargo, no utilizó el término decrecimiento hasta el año 2002. ¿Cómo lo definiría?
El concepto de decrecimiento surgió por necesidad y yo no lo definiría. Es un eslogan que ha tenido una función mediática de contradecir a otro eslogan. Es realmente una operación simbólica imaginaria para cuestionar el concepto mistificador del desarrollo sostenible.
Entonces, ¿qué es el desarrollo sostenible?
El desarrollo sostenible es eso, un eslogan. Es el equivalente del TINA de Margaret Thatcher, There Is No Alternatives, que viene a decir que no hay alternativas al liberalismo económico. El desarrollo sostenible fue inventado por criminales de cuello blanco, entre ellos Stephan Schmidheiny, millonario suizo acusado del homicidio de miles de obreros en una de sus  fábricas de amianto y fundador del Consejo Mundial para el Desarrollo Sostenible, el mayor lobby industrial de empresas contaminantes, junto con su amigo Maurice Frederick Strong, un gran empresario del sector minero y petrolero que, paradójicamente, fue el Secretario General de la Cumbre de la Tierra celebrada en 1992, donde se presentó oficialmente el término  desarrollo sostenible. Ellos decidieron vender este concepto igual que vendemos un jabón, con una campaña publicitaria extraordinaria, excelentemente sincronizada y con un éxito fabuloso. Pero no es más que otra vertiente del crecimiento económico.
En algunos momentos ha afirmado que la economía es la raíz de todos los males y que es necesario salir de ella y abandonar la religión del crecimiento, pero, ¿cómo se abandona una fe cuando se cree en ella?
No existe una receta. No nacemos decrecentistas, igual que no nacemos productivistas. Sin embargo, nos convertimos rápidamente porque vivimos en un ambiente en el que la propaganda productivista es tremenda. Desintoxicarse después depende de las experiencias personales. Un crecimiento infinito en un planeta finito no es sostenible, es evidente incluso para un niño, pero «no creemos lo que ya sabemos», como dice Jean-Pierre Dupuy, un amigo filósofo. El mejor ejemplo es la COP21, donde se hicieron maravillosos discursos pero que no darán casi ningún fruto. Por eso yo creo en lo que llamo la pedagogía de las catástrofes. Pienso que es lo único que presiona a salir a cada uno de su caparazón, y pensar.
¿En qué consiste la pedagogía de las catástrofes?
La gente que se ve afectada por alguna catástrofe comienza a tener dudas sobre la propaganda que difunden las televisiones o los partidos políticos, sean de izquierda o de derechas, y ante las dudas pueden ir en busca de alternativas y aproximarse al decrecimiento. Es necesario que haya una articulación entre lo teórico y lo práctico, entre lo vivido y lo pensado. Aunque tengas
la experiencia, si no creas una reflexión puedes caer en la desesperación, en el nihilismo o en el fascismo. Por tanto, son necesarios esos dos ingredientes, pero no hay receta para combinarlos.
¿En qué deberíamos crecer y en qué decrecer?
Hacer crecer la felicidad, mejorar la calidad del aire y de los alimentos, que la gente pueda alojarse en condiciones aceptables… Vivimos en una sociedad del desperdicio que genera numerosos desechos, pero donde muchas de estas necesidades básicas no están satisfechas. Salir de la ideología del crecimiento supone una reducción del 75 % del consumo europeo de recursos naturales para alcanzar una huella ecológica sostenible. Pero no somos nosotros los ciudadanos los que debemos reducir nuestro consumo final, sino el sistema. Por ejemplo, el 40% de la carne que se vende en los supermercados va a la basura sin ser consumida, lo que implica un desperdicio enorme y una alta huella ecológica. Hasta el año 1970, en un país como España, cuando las vacas se alimentaban de hierba, el consumo de carne todavía era sostenible. Ahora comen soja que se produce en Brasil, quemando la selva amazónica, que después es transportada 10.000 kilómetros, se mezcla con harina animal y se elaboran los piensos. La huella ecológica de un kilo de ternera hoy supone 6 litros de petróleo, y pasa igual con la ropa y con el resto de bienes (…). Vivimos en la sociedad del desperdicio y de la obsolescencia programada, cuando en lugar de tirar deberíamos reparar y de esta forma podríamos decrecer sin reducir la satisfacción. Países como China o India viven un periodo de desaceleración y en algunos casos hasta de recesión, como en Brasil.
¿Podríamos tener la esperanza de que surgiesen alternativas de decrecimiento en estos lugares?
En teoría sí, la crisis podría ser una oportunidad para buscar nuevas alternativas porque supone un decrecimiento forzado,  pero la paradoja es que la alienación social es tal que la única obsesión de los gobiernos es volver al crecimiento, cuando en realidad la herramienta clave debería ser la sabiduría. La preocupación actual tanto de Brasil como de China es cómo retomar el crecimiento. Se han convertido en países tóxico-dependientes, drogados por el crecimiento.
¿Considera que las iniciativas del decrecimiento vendrán de países en crisis o de países menos absorbidos por el desarrollo?
Puede venir de ambos, pero ya que somos los occidentales los responsables de esta  structura, es de aquí de donde deberían partir. Nosotros lo intentamos desde el movimiento del  decrecimiento pero por el momento sólo existen resultados a nivel micro, con iniciativas como las cooperativas de productores locales, que son pequeñas experiencias de decrecimiento, con
muchas iniciativas interesantes en España.
¿Cree que serán los ciudadanos quienes impulsen el decrecimiento o será una iniciativa de los gobiernos?
Vendrá del pueblo. De los gobiernos por supuesto que no.
¿Por qué cree que los nuevos partidos políticos que están naciendo en Europa no abordan la óptica del decrecimiento?
Por miedo a no ganar los votos suficientes para llegar al poder. Usted afirma que vivimos en un mundo dominado por la sociedad del crecimiento que genera profundas desigualdades.
¿De qué forma esto puede afectar a los ciclos migratorios?
La lógica de la sociedad de crecimiento es destruir todas las identidades. El problema de las migraciones es muy complejo. Ahora hablamos de millones de sirios desplazados pero antes de que acabe este siglo habrá 500 o 600 millones de desplazados, cuando ciudades enteras como Bangladesh o millones de campesinos chinos vean sus tierras inundadas por la subida del nivel del mar. Al aumentar las catástrofes del planeta, los migrantes ambientales también crecerán. En África he observado que no son la pobreza y la miseria material las que provocan las migraciones, es la miseria psíquica. Toda la riqueza económica africana representa el 2% del PIB mundial, la gran mayoría representa la masa de petróleo nigeriano. De esta forma, tenemos 800 millones de africanos que viven fuera de la economía, en el mercado informal. Cuando hace 20 años yo iba a África había buen ambiente, mucho dinamismo, la gente quería transformar sus tierras, había muchas iniciativas, pero hoy han desaparecido. La última vez que fui los jóvenes ya no querían luchar contra el desierto. Lo que querían era ayuda para obtener papeles y viajar a Europa, ¿por qué? No es porque ahora sean más pobres que antes, es porque hemos destruido el sentido de su vida. Los últimos 10 o 20 años de mundialización tecnológica han representado una colonización del imaginario 100 veces más importante que los 200 años de colonización militar y misionera. Se les crean nuevas necesidades, en la tele se les venden las maravillas de la vida de aquí y ellos ya no quieren vivir allí.
¿Diría usted que esto supone una crisis antropológica?
Sí, el crecimiento es una guerra contra lo ancestral. El verdadero crimen de Occidente no es haber saqueado el Tercer Mundo, sino haber destruido el sentido de la vida de esa gente que ahora adora el espejismo del desarrollo.

¿Podríamos vivir sin crecimiento económico para salvar el planeta?

Article publicat al web Almendrón
5/12/15
The New York Times | Eduardo Porter

¿Será que el mundo podría sobrevivir sin crecimiento?

Es difícil imaginarlo ahora, pero por miles de años, la humanidad se las arregló con muy poco crecimiento económico. En Bizancio y Egipto, el ingreso per cápita al final del primer milenio era más bajo que en los comienzos de la era cristiana. Gran parte de Europa no experimentó crecimiento en los 500 años que precedieron a la revolución industrial. En India, el ingreso real por persona se redujo continuamente desde principios del siglo XVII hasta finales del XIX.
Ahora que los líderes del mundo están reunidos en la cumbre sobre el cambio climático en París para establecer un acuerdo que pueda reducir las emisiones de gases con efecto de invernadero, hay un tema que probablemente no se vaya a discutir pero, no obstante, está flotando: ¿Podría la civilización de hoy en día sobrevivir una experiencia económica similiar a la de nuestros antepasados? Sencillamente, la respuesta es no.

Un banco de arena en Playa del Rey, en Los Ángeles, protege a las casas cercanas de tormentas y mareas altas. Mark Ralston/Agence France-Presse — Getty Images
Un banco de arena en Playa del Rey, en Los Ángeles, protege a las casas cercanas de tormentas y mareas altas. Mark Ralston/Agence France-Presse — Getty Images

El crecimiento económico despegó apenas hace unos 200 años con el impulso de la innovación y muchísima energía extraída del carbono, la mayoría derivada de combustibles fósiles como el petróleo. Al contemplar los trastornos climáticos que se aproximan en el horizonte, los defensores del medio ambiente, los científicos e incluso algunos políticos han puesto sobre la mesa que el consumo debe parar de crecer.
“Éste es un ingrediente sutil y en gran medida no reconocido de los planes ambientales y climáticos de algunas personas”, afirma Michael Greenstone, que dirige el Instituto de Política Energética en la Universidad de Chicago. A veces no es tan sutil. Desde hace muchos años, Paul Ehrlich, un ecologista de Stanford, ha estado defendiendo la idea de que debemos frenar el crecimiento, tanto de la población como del consumo. Cuando hablé con él por teléfono hace unos meses, Ehrlich citó al economista Kenneth Boulding: “Quien piense que el crecimiento exponencial puede mantenerse para siempre en un mundo finito o está loco o es economista.”
La propuesta de frenar el crecimiento aparece frecuentemente en la izquierda del movimiento ambientalista, en publicaciones como Dissent y en escritos del activista Bill McKibben. Por ejemplo, Peter Victor de la Universidad de York en Canadá, publicó un estudio titulado “Crecimiento, decrecimiento y cambio climático: Análisis de posibilidades”, en el que compara las emisiones de carbono de Canadá en tres trayectorias económicas hasta el 2035.
Según sus hallazgos, llevar el crecimiento a cero tiene un efecto modesto en el carbono emitido. Solo la condición de decrecimiento (un ingreso per cápita canadiense a nivel de 1976 y el promedio de horas trabajadas por los empleados reducido en 75 por ciento) logra cortar las emisiones de manera importante.

Tráfico en una autopista en Nueva Delhi. India ha solicitado un “espacio de carbono” que exigiría que las naciones avanzadas registraran emisiones negativas para que los países pobres pudieran avanzar hacia el desarrollo quemando carbono como hicieron los países ricos en los últimos dos siglos. Roberto Schmidt/Agence France-Presse — Getty Images

La idea también está empezando a llegar a la diplomacia internacional, por ejemplo, con la exigencia de un “espacio de carbono” de India hacia el mundo rico, que exigiría que las naciones avanzadas registraran emisiones negativas (extraer más carbón de la atmósfera del que emiten) para que los países pobres pudieran avanzar hacia el desarrollo quemando carbono como hicieron los países ricos en los últimos dos siglos.
Mientras trabajaba para la Comisión de Desarrollo Sostenible establecida en 2001 para asesorar al gobierno laborista de Gran Bretaña, Tim Jackson, de la Universidad de Surrey, produjo un interesante cálculo: aceptemos que los ciudadanos de los países en desarrollo tienen derecho a emparejarse con el nivel de vida de los europeos hacia mediados del siglo y asumamos que Europa va a crecer, en promedio, 2 por ciento anual de aquí a entonces.
Mantener el aumento de temperatura por debajo de los dos grados centígrados, promedio que los científicos consideran el límite máximo para evitar el catastrófico cambio climático, requiere que en 2050 la economía mundial emita no más de seis gramos de bióxido de carbono por cada dólar de producción económica. Para poner esa cifra en perspectiva, la economía de Estados Unidos actualmente emite 60 veces esa cantidad. La economía francesa, una de las más eficientes en cuanto a consumo de carbono porque está ampliamente impulsada por energía nuclear, emite 150 gramos por dólar de producción.
El profesor Jackson publicó en 2009 un libro titulado “Prosperidad sin crecimiento” (Earthscan/Routledge), en el que expone lo que él considera la conclusión inevitable. 
Aunque su argumento puede tener méritos éticos, la propuesta de crecimiento cero no tiene la menor oportunidad de éxito. La civilización moderna no podría sobrevivir sin éste. Los trueques, la materia prima de las economías de mercado, simplemente no podrían funcionar en un mundo de suma cero. 
“Tener cero crecimiento dentro de un determinado país estaría condenado al fracaso, pues podría generar conflictos entre grupos”, me dijo el profesor Greenstone. “Si fuéramos a llevar esto a una dimensión internacional, sería una exageración incluso mayor.” 
¿Y que provecho hemos sacado del crecimimiento basado en los combustibles fósiles? Un mejor nivel de vida, incluso en las regiones más pobres del mundo. Pero eso es solo el principio. El desarrollo económico fue indispensable para acabar con la esclavitud. Fue una condición decisiva para los derechos de las mujeres. En efecto, la democracia como estructura política no habría podido sobrevivir sin crecimiento. Como ha señalado Martin Wolf, comentarista de The Financial Times, la opción de que todos estuvieran mejor (en la que las ganancias de una persona no significaran las pérdidas de las otras) fue decisiva para el desarrollo y la difusión de la política por consenso que sostiene al gobierno democrático. 
El crecimiento cero nos dio a Genghis Khan y la Edad Media, la era de conquistas y de sometimiento. Impulsó un orden en el que la unica forma de avanzar era saquear al vecino. El crecimiento económico abrió una alternativa mucho mejor: el comercio. 
Max Roser, un economista de Oxford, tiene algunas reveladoras gráficas sobre la mortalidad causada por las guerras a través del tiempo. La mitad de las muertes en las culturas de cazadores y recolectores, de horticulturistas y otras culturas antiguas eran causadas por conflictos. Ni siquiera les compite el sangriento siglo XX, escenario de dos guerras mundiales, del Holocausto y de otros genocidios derivados de la guerra. 
Naomi Klein, abanderada de la izquierda recién convertida a la causa ambientalista, alegremente propone que el cambio climático es una oportunidad de ponerle fin al capitalismo. Aun si fuera cierto, yo dudo que eso produjera la utopía de trabajadores que ella parece ansiar. En una economía mundial que no crece, los vulnerables y sin poder son los que más tienen que perder. Imaginemos “Blade Runner”, “Mad Max” y “The Hunger Games” en la vida real, y al mismo tiempo. 
La buena noticia es que tomar medidas contra el cambio climático no requiere llegar a esos extremos. No será fácil, pero podemos vislumbrar posibles caminos tecnológicos que permitan un futuro de crecimiento y de suma positiva para la economía mundial.
Más que preguntarnos cómo detener el crecimiento, la pregunta principal que plantea el cambio climático es cómo desarrollar y desplegar energías plenamente sostenibles. O, en pocas palabras, cómo ayudar a los pobres del mundo, y a todos los demás, a transitar hacia el progreso por un camino que no implique quemar carbono sin límite.
Eduardo Porter, periodista.


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  1. #1 por Jes RICART – Domingo, 06/12/15 a las 13:32
    Lo cierto es que el crecimiento a ultranza es un concepto relativamente reciente en comparación a la magnitud de la historia. No vino con la revolución industrial (aunque sí aportara un crecimiento cualitativo con la nueva maquinaria) sino con el diseño consolidado del estado del bienestar. A mediados del siglo XX tampoco estaba tan asumido aunque al poco tiempo ya empezó a hablarse de la sociedad de consumo. La lucha ecologista contra la hiperproducción y sus consecuencias tóxicas es prácticamente coetánea al principio motor del hiperdesarrollo en el sistema. Durante decenas de miles de años las sociedades organizadas vivieron sin tener el crecimiento como tal objetivo aunque sí la conquista de territorios ajenas y el usufructo del producto del trabajo de sus rivales.
    En una actualidad en la que se han traspasado todos los límites sostenibles y que siguen sonando las señales de alarma ya no cabe la pregunta si se podrá vivir sin crecimiento económico. Estamos frente al dilema de decrecimiento o autoliquidación. Pero decrecimiento no solo significa dejar de crecer sino deconstruir gran parte de las cosas que fueron los retos y los iconos del crecimiento.
    Hay hipótesis serias expresadas en la filmografía de ficción para todas los gustos para saber como será esa autoliquidación: desde una guerra nuclear activada por manos humanas a una glaciación. Preguntar de si va a seer posible la vida en el planeta
    Es conocida la predicción infalible de Kenneth Boulding de la imposibilidad de crecimiento ilimitado en un mundo limitado. Lo que mueve a la organización de foros internacionales a plantearse la cuestión del medioambiente no es aún la conciencia de la fatalidad inscrita en el crecimiento. Quieren limpiar la atmósfera sin dejar de echar los detritus de sus industrias.
    La lucha alternativa por el decrecimiento implica un nuevo modelo de sociedad en el que quepa un nuevo concepto de progreso y de prosperidad y de bienestar sin que el coste de ello sea la ruina de las personas y la ruina de la naturaleza. ¿es posible? A diferencia de lo que estima Eduardo Porter, sí lo es, pero no desde luego en un sistema económico y en una sociedad que deifican antes que ninguna otra cosa contar con la disponibilidad de efectivo como segurizante biográfico e inversionista. Porter quiere una solución mágica, continuar creciendo sin renunciar a lo logrado y a la vez tapando el agujero de ozono y las cifras escandalosas de muerte por toxicidad ambiental. Representa esa actitud de no querer cambiar de paradigma por temor a que la correlación de fuerzas en el mundo varíe y desfavorezca a los mas privilegiados.
    Se pasa por algo que el crecimiento es la etiqueta con la que se ha cubierto el desarrollo desigual e intercompetitivo entre naciones para tener la mayor pujanza posible en el mercado internacional. Crecimiento ha sido equivalente de guerras y de violencias, de espionaje industrial y de competencias por apoderarse de las materias primas, entre ellas el petróleo.
    Pensar que no hay mas referentes para la encomia que los que han presidido los últimos 100 años es tener poca visión global. Y tenerla en un tiempo inaceptable en el que se sabe que las energías alternativas son altamente competitivas con las fósiles (parte de ellas como el carbón en uso regresivo). No se puede afirmar a la ligera que el cambio de modelo energético apenas variara la tasa de anhídrido carbónico en el ambiente. Basta salir a un espacio de trafico automovilístico de lata intensidad para que algunos enfermemos a las pocas horas de respirarlo. Basta formar parte como conductores o pasajeros de ese tráfico para sentirnos como los tecnoborregos que tan bien ha rediseñado el sistema haciéndoles/nos creer que su status de vida es estupendo sin darse cuenta que son multitudes de enfermos con vidas mediocres.
    Los segurizantes de las gentes de ese futuro ecologicamente sostenible y socialmente mas feliz habrán sustituido los títulos de propiedad y los depósitos bancarios por un saber estar y convivir en grupo compartiendo recursos comunitarios. Para alcanzar esto se necesitará un nuevo diseño de persona humana, otra psicología liberada de la angustia que produce sintomáticamente el no tener. Esa otra psicología se construirá con educación y sobre todo experimentando que la vida comunitaria es posible tras la pena del individualismo social persistente durante siglos. Por el momento no existe a la vista ningún embrión de esa nueva persona. Disponemos, eso sí, de un volumen de riqueza teórica y del firme deseo de lo que por el momento es esa utopía. Si alguna vez nuestros descendientes de dentro de unas generaciones logran vivir en ese mundo sinérgico y respetuoso no comprenderán como sus antepasados por miles de años no lo logramos. Será en ese mundo en que nadie tendrá que tener por duplicado o multiplicado cosas que en sus unidades simples sirven para usos colectivos, múltiples y reiterados. Será en ese mundo en que el planteamiento crecimiento vs decrecimiento no se dará porque a nadie se le ocurrirá acumular o tener mas de lo que necesita y mucho menos destruir el hábitat para tener más capital en un banco, figura financiera ésta que tampoco tendrá razón de existir.

La izquierda debería abrazar el decrecimiento

Article publicat a Huffington Post
 

Profesor e investigador en Economía Ecológica, Universidad Autónoma de Barcelona

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El decrecimiento es un ataque frontal a la ideología del crecimiento económico. Algunos lo llaman una crítica, un eslogan o una «palabra obús». Otros hablan de la «teoría de» o de la «literatura sobre» decrecimiento o de las «políticas de decrecimiento «. Muchos se ven a sí mismos como el «movimiento del decrecimiento», o proclaman que viven» de una manera decrecentista». ¿Qué es el decrecimiento y de dónde viene?

Los orígenes del decrecimiento
Intelectualmente, los orígenes del decrecimiento se encuentran en la ecología política francesa y europea de la década de 1970. André Gorz hablaba de de décroissance en 1972, cuestionando la compatibilidad del capitalismo con el equilibrio de la tierra «para la que… el decrecimiento de la producción material es una condición necesaria». A menos que consideremos «igualdad sin crecimiento», argumentaba Gorz, estamos reduciendo el socialismo a nada más que la continuación del capitalismo por otros medios -una extensión de los valores de la clase media, estilos de vida y patrones sociales’.
Demain la décroissance (Mañana, el decrecimiento) fue el título de la traducción en 1979 de una serie de ensayos de Nicholas Georgescu-Roegen, un catedrático rumano emigrado a EEUU y uno de los primeros economistas ecológicos, que argumentaba que el crecimiento económico acelera la entropía. Eran los tiempos de la crisis del petróleo y del Club de Roma. Sin embargo, para los pensadores ecosocialistas franceses, la cuestión de los límites del crecimiento era ante todo una cuestión política. A diferencia de las preocupaciones malthusianas por el agotamiento de recursos, la sobrepoblación y el colapso del sistema, el suyo era un deseo de tirar del freno de emergencia en el tren del capitalismo o, en palabras de Ursula Le Guin, «poner un cerdo en la via única de un futuro que consiste únicamente en el crecimiento».
El eslogan décroissance fue revitalizado en la década de 2000 por los activistas en la ciudad de Lyon en acciones directas contra las megainfraestructuras y la publicidad.Serge Latouche, un profesor de antropología económica y crítico de los programas de desarrollo en África, lo popularizó con sus libros, clamando por el «Fin del desarrollo sostenible» y » viva el decrecimiento convivencial». Para el intelectual francés, Paul Aries, el decrecimiento era una «palabra obús ‘, un término subversivo que cuestionaba la conveniencia del desarrollo basado en el crecimiento que se daba por sentada. Una red pequeña pero entregada de decrecentistas surgió en torno a la revista mensual La Decroissanse. La palabra quedó registrada en los debates políticos franceses, incluso con un intento fallido de un partido político de decrecimiento.
El decrecimiento hoy
Desde Francia, el nuevo meme se extendió a Italia, España y Grecia. En 2008, justo antes de la crisis española, el activista del decrecimiento catalán Enric Duranexpropió 492.000 euros a treinta y nueve bancos a través de préstamos. Dio el dinero a los movimientos sociales, denunciando el sistema de crédito especulativo de España y el crecimiento ficticio que impulsaba.
En París, en 2008, comenzaron una serie de reuniones internacionales, una mezcla de conferencias científicas con foros sociales, que introdujo el decrecimiento en el mundo de habla inglesa. En septiembre de 2014, tres mil quinientos investigadores, estudiantes y activistas se reunieron en Leipzig en la IV Conferencia Internacional sobre Decrecimiento. Las actividades abarcaron desde paneles sobre crecimiento y cambio climático, críticas gramscianas al capitalismo o la semana laboral de 20 horas, hasta la desobediencia civil frente a una central eléctrica de carbón o cursos sobre cómo hacerse el pan.
Una prolífica investigación publicada en revistas académicas ha reforzado las hipótesis principales del decrecimiento: la imposibilidad de evitar un cambio climático desastroso con un crecimiento económico; límites fundamentales a la hora de desacoplar el uso de recursos del crecimiento; la desconexión entre el crecimiento y la mejora del bienestar en las economías avanzadas; los crecientes costes sociales y psicológicos del crecimiento. Trabajos recientes ponen de relieve el imperativo del crecimiento para el capitalismo (lo que David Harvey llama la más letal de sus contradicciones) y exploran cómo el empleo o la igualdad podrían sostenerse en economías postcapitalistas sin crecimiento.
Las propuestas políticas van desde límites máximos al carbono y moratorias a la extracción hasta la renta básica ciudadana, la reducción de la jornada semana laboral, la recuperación de los bienes comunes y una quita de la deuda, así como una reestructuración radical del sistema fiscal en base a la producción de CO2 en lugar del impuesto sobre la renta, y topes salariales e impuestos al capital. Al exigir esas imposibles «reformas no reformistas», como André Gorz las llamó, se aboga por la transformación sistémica (como ha señalado Slavoj Zizek, tales reformas socialdemócratas son revolucionarias en una era en que el capitalismo ya no puede darles cabida).
Políticamente, hay un claro consenso en que un cambio de sistema es necesario, y que esto requiere un movimiento de movimientos, o bien una alianza de los desposeídos, incluyendo una coalición de los movimientos globales de justicia social y ambiental. El decrecimiento es incompatible con el capitalismo, pero rechaza también la ilusión del denominado «crecimiento socialista» por el cual una economía racional, centralmente planificada, traería de algún modo mágico los avances tecnológicos que permitirían un crecimiento razonable sin afectar a las condiciones ecológicas. Los decrecentistas discrepan de los socialistas en que a estos les resulta fácil imaginar el fin del mundo o el fin del capitalismo pero, por alguna razón inexplicable, no el fin del crecimiento.
Para otros, decrecimiento significa, principalmente, otra forma de vida (politizada). Nuestro foro sobre decrecimiento de tres días en Atenas, a principios de este año, contó con la presencia de cientos de participantes, no sólo académicos, activistas ambientales y de los derechos humanos o miembros de Syriza, los Verdes y la izquierda antiautoritaria, sino también neorurales y agricultores orgánicos y muchos de los soldados de base de la economía solidaria. En Barcelona, ​​el decrecimiento se visualiza en proyectos como Can Masdeu, con su red de huertos urbanos en el barrio obrero de Nou Barris y una historia de activismo por el derecho a la vivienda; o laCooperativa Integral Catalana, una cooperativa con seiscientos socios y dos mil participantes, una red de productores independientes y consumidores de alimentos orgánicos y productos artesanales, residentes de ecocomunas, empresas cooperativas y redes regionales de intercambio que emiten sus propias monedas.
François Schneider, promotor de las conferencias internacionales y fundador deResearch & Degrowth en París (ahora también en Barcelona), encarna la hibridez del decrecimiento: un doctor en ecología industrial, caminó durante un año con un burro por Francia explicando las ideas del decrecimiento a los transeúntes que, desconcertados, lo detenían para escucharlo. Ahora vive en Can Decreix, una casa neo-rural dentro de la ciudad de Cerbere en la frontera franco-catalana, un centro de experimentación y de educación en la vida frugal.
Algunos hablan de un movimiento de base del decrecimiento, pero los asistentes a las conferencias no somos un grupo cohesionado de personas con una agenda compartida o un objetivo unificado, ni hemos llegado todavía al tamaño de un movimiento. A diferencia del movimiento antiglobalización, no hay ningún edificio de la OMC para asaltar o un tratado de libre comercio que detener. El decrecimiento ofrece un eslogan que moviliza, reúne y da sentido a una amplia gama de personas y movimientos sin ser su único o principal horizonte. Es una red de ideas, un vocabulario, como lo llamábamos en un libro reciente, que cada vez más gente siente que trata de sus preocupaciones.
La izquierda tiene que abrazar el decrecimiento
Una izquierda nueva tiene que ser una izquierda ecológica o no será izquierda en absoluto. Naomi Klein argumentaba que el cambio ambiental «lo cambia todo», también para la izquierda. El capitalismo requiere la expansión constante, una expansión basada en la explotación de los seres humanos y no humanos, que daña irreversiblemente el clima. Una economía no capitalista tendrá que poder sostenerse a la vez que se reduce su tamaño. Pero ¿cómo podemos redistribuir o asegurar un trabajo con sentido sin crecimiento? Todavía no existe una ciencia de’economía del decrecimiento concreta. Lamentablemente, el keynesianismo es la herramienta más poderosa que tiene la izquierda, incluso la izquierda marxista, para hacer frente a los problemas de la política. Pero se trata de una teoría de la década de 1930, cuando la expansión ilimitada todavía era posible y deseable.
Sin la existencia de la marea del crecimiento que levante todos los barcos, es el momento de repensar qué barco consigue qué. La respuesta de la izquierda al dilemar>g de Piketty no debe ser «aumentaremos g ‘ (g es la tasa de crecimiento). Después de todo, la izquierda siempre quería que fuera r, que la acumulación de capital decreciera. El mismo Piketty, apenas ecologista, no cree en la posibilidad de una mayor tasa de crecimiento. La redistribución va a ser la cuestión central en un siglo XXI sin crecimiento.
La izquierda tiene que liberarse del imaginario del crecimiento. El crecimiento perpetuo es una idea absurda (consideren el absurdo de lo siguiente: si los egipcios hubiesen comenzado con un metro cúbico de material y crecieran un 4,5% anual, al final de sus 3.000 años de civilización, habrían ocupado 2.500 millones de sistemas solares). Incluso si pudiéramos sustituir el crecimiento capitalista por un crecimiento socialista más bueno, más angelical, ¿por qué querríamos ocupar 2.500 millones de sistemas solares?
El crecimiento es una idea que forma parte esencial del capitalismo. Es el nombre que el sistema dio al sueño que estaba produciendo, el sueño de la abundancia material. El PIB se inventó para contar la producción de guerra y se convirtió en un indicador, midiendo y confirmando objetivamente el éxito de EEUU en la guerra fría. El crecimiento es lo que el capitalismo, necesita, conoce y hace. Las políticas de izquierda nunca consistieron en aumentos cuantitativos del valor de cambio en abstracto. Consistían en punto específicos, en valores concretos de uso: el empleo, un salario digno, unas condiciones dignas de vida, un medio ambiente sano, la educación, la salud pública o agua potable para todos. Todos ellos requerían recursos; pero no hay ninguna razón por la que necesitasen una expansión perpetua de recursos del 3% anual.
Y he aquí una afirmación más rotunda: las cosas que a la izquierda le gustaría vercrecer no traerían consigo un crecimiento agregado (a menos que redefiniéramos totalmente lo que medimos como actividad económica, pero esto es un juego de palabras). Extender la riqueza equitativamente a más manos y más mentes de lo que sería necesario, dejando espacios y personas ociosas, dedicando tiempo para cuidar unos de los otros: todo eso son impuestos a la productividad y al crecimiento. Siendo menos productivos podríamos crear más trabajo e incluso vivir mejor. Si fuésemosmenos productivos en sectores con valor social, como la salud pública, con más trabajadores (doctores y cuidadores), viviríamos mejor. Pero la industrialización despegó a base de concentrar los excedentes en manos de unos pocos (capitalistas o estados), reinvirtiendo los beneficios para un mayor crecimiento, no para extender la riqueza a todo el mundo o dejar los pastos y los combustibles fósiles inactivos.
Esto puede ser demasiado difícil de tragar. Después de todo, muchos de nosotros a menudo abogamos por la igualdad, la democracia, el pleno empleo, un salario mínimo, la educación o las energías renovables (lo que se quiera) en nombre del crecimiento. Creemos que una alternativa al sistema capitalista que sólo tiene ojos para los beneficios será más racional y lo hará más y mejor de lo que el capitalismo lo hace. Esto es un error político: como afirma Slavoj Zizek, la izquierda no puede limitarse a nuevas formas de realizar los mismos sueños; tiene que cambiar los sueños en sí mismos. Tampoco creo que la idea de volver a la época gloriosa de socialdemocracia europea sea más factible. La gloriosa (sic) era de reconstrucción y recuperación de la postguerra ha terminado. Y no olvidemos que esa también fue posible gracias a la explotación colonial del resto del mundo. Hay pocos indicios de que el keynesianismo impulsado por la deuda, marrón o verde, capitalista o socialista, pueda revivir. Esto es independiente del hecho de que la austeridad neoliberal sea desastrosa. ¡Sí a la redistribución, la democracia y la igualdad, pero no en nombre del crecimiento!
El decrecimiento revive el espíritu de la «austeridad revolucionaria» de Enrico Berlinguer, una austeridad nacida de la solidaridad. El petróleo que alimenta nuestros coches, calienta nuestros hogares o incluso gestiona nuestros hospitales y escuelas, es el mismo que destruye los medios de vida y los bosques en la Amazonía peruana o Nigeria. El papa nos lo recuerda. La razón para llevar una vida «sobria», como lo llamaba Berlinguer anteriormente y el papa ahora es porque nuestras acciones aquí afectan a las personas y los ecosistemas allá, no porque la máquina capitalista se esté quedando sin materias primas (preocupación malthusiana), o porque, como dicen los neoliberales, vivamos por encima de nuestras posibilidades (algo en lo que se refieren al 99% que utilizamos los servicios del Estado del bienestar, no a ellos, el 1% que viven de su capital).
Desde la perspectiva del decrecimiento, la cuestión no es que el Norte Global consuma más de lo que produce (o produzca más de lo que consume, como dicen los keynesianos). La cuestión es que produce y consume más de lo necesario, a expensas del Sur Global (también del propio Sur dentro de los países del Norte), de otros seres y de las generaciones futuras. Producir y consumir menos reduciría el daño infligido a los demás. Es una cuestión de justicia social y ambiental: «reducir y redistribuir desde el 1% global (y en menor medida el 10%, lo que incluye a las clases medias de Europa y América) al resto. Estas invocaciones a la sobria sencillez y a la abundancia frugal pueden parecerse a la idea común latente de la buena vida, presente en muchas culturas de Oriente y Occidente. Pueden recuperar de las garras de los defensores de la austeridad la crítica sensata al «exceso», que hipócritamente utilizan para justificar sus políticas regresivas.
Posibilidades políticas
El decrecimiento es una palabra clave que circula, sobre todo, entre activistas. En Grecia y en España, lugares que conozco mejor, resuena entre los cooperativistas y los ecocomunalistas, incluyendo a miembros de las bases juveniles de partidos como Syriza, Podemos o CUP. El decrecimiento fue una palabra presente, aunque no dominante, en el movimiento de los indignados y en las economías solidarias. Entre los Verdes se despertó una antigua división, anterior al «desarrollo sostenible», entre los radicales » fundis» y los pragmáticos «realos» que apostaron por el crecimiento verde. Existen signos de la re-radicalización de los Verdes europeos: Equo en España, con representación en el Parlamento Europeo, ha respaldado explícitamente una agenda post-crecimiento (su eurodiputado Florent Marcellesi ha hablado en favor del decrecimiento). La campaña nacional de los Verdes del Reino Unido también tenia el espíritu ‘post’ o ‘de’-crecentista , aunque no el nombre.
Los llamamientos explícitos al decrecimiento son un suicidio electoral en un entorno dominado por los medios de comunicación corporativos. Es necesario más trabajo de base para hacer que el decrecimiento sea un pensamiento común generalizado. Por ahora, cuanto más cerca del poder llegue un partido radical, más probable es que se desvincule de cualquier asociación con el decrecimiento. Pablo Iglesias firmó el manifiesto decrecentista Ultima llamada, pero, como The Economist señaló acertadamente, cuando Podemos maduró, dejó atrás las ideas más extravagantes como el «decrecimiento» y «anticapitalismo».
Los paralelismos con la nueva izquierda de latinoamérica son obvios. Correa o Morales fueron elegidos con el apoyo de los movimientos ecologistas indígenas con filosofías similares al decrecimiento. Una vez en el poder, la realpolitik y las políticas redistributivas basadas en el crecimiento que se dictaron fueron complacientes con el gran capital y con el crecimiento alimentado por el extractivismo.
Uno esperaría que, al menos, los nuevos partidos de izquierda en Europa se abstuvieran de hacer del crecimiento su objetivo central. Pero sin duda, las crisis ha reafirmado el imaginario del crecimiento, esta vez como un objetivo progresista. Un activista de Podemos en Cataluña me comentaba que «en la crisis actual sólo podemos hablar de crecimiento». Esto no es totalmente cierto. Se necesita coraje e imaginación, pero no es imposible. Barcelona en Comú ganó las elecciones de la ciudad sin mencionar el crecimiento ni una sola vez en su programa. Esto puede tener que ver con el arraigo del decrecimiento y las ideas asociadas en la sociedad civil de Barcelona y el florecimiento de la economía solidaria alternativa en la ciudad. Muchos de mis amigos y colegas trabajaron en el programa del partido, cuyos compromisos son la renta ciudadana, los impuestos verdes, la reivindicación de espacios verdes, una cooperativa energética municipal, un menor uso de recursos y menos residuos o la vivienda social. Unas de las primeras decisiones de la nueva alcaldesa, Ada Colau, ha sido la moratoria sobre nuevos hoteles y el fin de la candidatura para la organización de los Juegos Olímpicos de Invierno de 2026. Santi Vila, consejero de Medio Ambiente de la Generalitat de Catalunya y joven aspirante conservador, la acusó de liderar un partido del decrecimiento (omitiendo, sin embargo, que unos meses atrás y tratando de estar al tanto de las últimas tendencias internacionales en los debates del cambio climático, él también había hablado favorablemente del decrecimiento en el Parlamento).
El Programa económico de Podemos fue elaborado por dos economistas socialistas (Vicenç Navarro y Juan Torres) que han escrito con frecuencia artículos de opinión contra el decrecimiento. Afortunadamente, el programa evita referencias claras en favor del crecimiento. ¿Podría esta señal dar margen para un keynesianismo sin crecimiento? Sostengo que sí. Se pueden imaginar políticas fiscales y tributarias que dirijan los recursos en favor de las clases trabajadoras y hacia lo verde, el cuidado o actividades alternativas que estimulen un consumo de baja intensidad para los necesitados, dentro de un patrón general de contracción económica. Apenas una visión keynesiana, pero quizás apta para economías secularmente estancadas.
A diferencia de un municipio que, por supuesto, tiene responsabilidades fiscales limitadas, una nación sin crecimiento puede tener problemas para financiar los servicios de bienestar, al menos en principio. Sin embargo, no veo ninguna buena razón para que los costes en salud o educación tengan que crecer al 2 o 3% anual (la tasa del supuesto crecimiento necesario). Hay un inmenso margen para el ahorro mediante la reversión de externalizaciones y costosas adquisiciones, la prohibición de los megaproyectos, o la descentralización de los servicios, como la salud preventiva o el cuidado de los niños, compartiéndolos a través de redes de solidaridad. Países más pobres como Cuba o Costa Rica disponen de sistemas de salud pública universal y de educación excelentes. Impuestos más altos sobre el capital también pueden compensar la pérdida de ingresos del decrecimiento. El bienestar sin crecimiento es teóricamente posible, pero ningún partido de Izquierdas se ha atrevido a pensar en lo que se necesitaría para ponerlo en práctica.
El punto más importante es la deuda. Sin crecimiento, la deuda , como porcentaje del PIB, aumenta. Los intereses de los préstamos se disparan a medida que disminuye la probabilidad de pagarlos. Esto sí que hace menos plausible un keynesianismo decrecentista. Sin crecimiento, tarde o temprano la deuda pública tiene que ser reestructurada o eliminada, ya sea por decreto o por la inflación. Existen precedentes históricos de ello, como el de Alemania después de la guerra o el de Polonia después del fin del comunismo. Pero una vez hecho, no se puede repetir. Sin nueva deuda, el margen para la expansión fiscal es limitado.
La urgencia de la cuestión de la deuda pública puede explicar las diferencias entre España y Grecia. El ascenso de Syriza inicialmente alimentó las esperanzas de que «otro mundo» era posible: la base del partido, especialmente los jóvenes, estaba formada por cooperativistas verdes que, con un espíritu semejante al decrecimiento, apostaban por lo que podría llamarse la economía solidaria, aun sin estar del todo definida. Sin embargo, todos los líderes del partido se posicionaron, sin reservas, a favor del crecimiento, enmarcándolo como la alternativa a la austeridad. En las negociaciones con el Eurogrupo se produjo un breve intento de avanzar en la propuesta de Joseph Stiglitz hacia una «cláusula de crecimiento»: Grecia vincularía el pago de la deuda al crecimiento. Estas demandas fueron consideradas por el Eurogrupo como «ultra-radicales»; claro que hablar de una economía solidaria sin crecimiento se hubiese considerado aún más estrafalario.
Algunos comentaristas extranjeros soñaban que un ‘No’ de Grecia a la Troika y una salida del euro abriría el camino hacia una transición decrecentista y una economía solidaria. Sin embargo, no hay ninguna fuerza política en Grecia que defienda esta posición. La izquierda pro-dracma de Syriza, ahora un partido separado llamado Unidad Popular, es ardientemente productivista. Su líder tiene un historial medioambiental sombrío como ministro de Energía, que incluye planes para una nueva producción interna de carbón y subvenciones a los combustibles fósiles para las industrias. A pesar de una expansión fenomenal y los logros importantes de la economía solidaria en Grecia, esta sigue siendo un movimiento social marginal (mucho menor que en España), y sus redes son insuficientes para satisfacer las necesidades de la población en caso de un período de transición. Es poco probable que pueda haber una contracción económica suave, sin problemas, fuera del euro. Fue precisamente el temor a una subida incontrolable a los precios de los alimentos importados o a la escasez de medicamentos y el caos económico en el período de transición, lo que asustó a Alexis Tsipras y lo llevó a firmar el nuevo memorándum. Países como Japón, con independencia fiscal y monetaria y con capacidad para emitir y financiar la deuda en su propia moneda están en mejor posición para sostener el empleo y el bienestar sin crecimiento (Japón no ha experimentado crecimiento en más de diez años, una década perdida sólo ante los ojos de los economistas). Pero, por supuesto, un capitalismo sin crecimiento es inconcebible, y Japón intenta, tan arduamente como puede, relanzar el crecimiento (con poco éxito hasta la fecha).
La imposibilidad de imaginar una fuerza política llegando al poder con una agenda de decrecimiento hace que algunos decrecentistas argumenten que el cambio sólo podrá venir desde la base y no desde el Estado, sino a a través de un camino mediante el cual los ciudadanos se auto-organicen, a medida que la economía se estanque y la falta de crecimiento nos lleve a la crisis. Estoy de acuerdo con que es poco probable que se lleve a cabo una transición política voluntaria hacia el decrecimiento y con el nombre de decrecimiento. Más bien, si ocurre, será un proceso de adaptación al estancamiento real de la economía. No veo, sin embargo, la forma en que esto pueda suceder sin implicación también el Estado, con un refuerzo mutuo entre la sociedad civil y la política, las prácticas de los movimientos de base y con nuevas instituciones.
Ningún partido de izquierdas cercano al poder se atrevería a cuestionar abiertamente el crecimiento, pero me resulta difícil ver cómo, a largo plazo, voluntariamente o no, la izquierda europea (que, a diferencia de su contraparte latinoamericana, no puede apostar por una burbuja de materias primas) puede evitar pensar en cómo se puede gestionar un país sin crecimiento. El crecimiento no sólo es ecológicamente insostenible, sino, como los economistas admiten abiertamente (de Piketty a Larry Summers) cada vez es más improbable en las economías avanzadas.
El capitalismo sin crecimiento es salvaje. El decrecimiento no es ni una teoría clara, ni un plan ni un movimiento político. Pero es una hipótesis a la que ha llegado su hora y a la que la izquierda ya no puede permitirse el lujo de obviar.
Este artículo fue publicado originalmente en la revista New Internationalist y ha sido traducido del inglés por Neus Casajuana Filella
Giorgos Kallis es co-editor del libro Decrecimiento: Vocabulario para una nueva era.