¿Puede una renta básica universal ayudar a los países pobres?

Article publicat a El País

En el mundo en desarrollo, el ingreso básico podría ofrecer una alternativa asequible a los programas de asistencia social ineficaces y difíciles de manejar

Dos mujeres compran en un supermercado de Kuala Lumpur, Malasia.
Dos mujeres compran en un supermercado de Kuala Lumpur, Malasia. Nafise Motlaq Banco Mundial

La vieja idea de reestructurar el estado del bienestar con una renta básica universal incondicional últimamente ha despertado interés en todo el espectro político. Desde la izquierda se la considera como un antídoto simple y potencialmente integral para la pobreza. Desde la derecha se percibe como una forma de demoler complejas burocracias de asistencia social y reconocer simultáneamente la necesidad de ciertas transferencias sociales de una manera que no debilite significativamente los incentivos. También brinda cierta garantía ante el temido futuro en que los robots puedan reemplazar a los trabajadores en muchos sectores. Pero, ¿puede realmente llegar a funcionar?
Hasta el momento, la pregunta ha sido considerada principalmente en países avanzados y los números no parecen prometedores. Aunque —según se informa— Canadá, Finlandia y los Países Bajos están considerando actualmente la idea del ingreso básico, algunos economistas prominentes de países avanzados advierten que es algo ostensiblemente prohibitivo. En Estados Unidos, por ejemplo, entregar 10 000 dólares al año a cada adulto —una cifra inferior al umbral oficial de la pobreza para un hogar unipersonal— agotaría casi todos los ingresos fiscales federales del sistema actual. Tal vez haya sido ese tipo de aritmética el que llevó a los votantes suizos a rechazar abrumadoramente la idea en un referendo a principios de este mes.
¿Pero qué hay de los países con ingresos bajos o medios? De hecho, una renta básica bien puede ser fiscalmente posible —por no hablar de socialmente deseable— en lugares donde el umbral de la pobreza es bajo y las redes de seguridad social existentes son débiles y cuya administración representa una carga considerable.
Consideremos a la India, donde aproximadamente un quinto de la población vive por debajo de la línea oficial de la pobreza, que en sí es muy baja. Aunque los ciudadanos con tarjetas llamadas «bajo la línea de pobreza» son elegibles para recibir asistencia gubernamental, los estudios muestran que aproximadamente la mitad de los pobres no cuentan con ellas y que cerca de un tercio de quienes no son pobres sí las tienen.
Muchos otros países en desarrollo se enfrentan a problemas similares, donde los beneficios destinados a los pobres son asignados a personas en mejor situación y muchos de los destinatarios no los reciben debido a una combinación de connivencia política y administrativa y verdaderos desafíos estructurales. Evaluar los recursos económicos de la gente para saber si tienen derecho a las prestaciones puede ser muy difícil en un entorno donde el trabajo se concentra en el sector informal, principalmente en el autoempleo, sin contabilidad formal ni datos sobre los ingresos. En estas circunstancias, identificar a los pobres puede resultar costoso, corrupto, complicado y controvertido.
Una renta básica incondicional podría eliminar gran parte de este problema. La pregunta es si los Gobiernos pueden afrontarlo sin aumentar la carga sobre los contribuyentes ni socavar los incentivos económicos.

Lo que los Gobiernos no deben hacer es financiar un esquema de ingresos básicos con el dinero de otros programas clave de asistencia social

En la India, la respuesta puede ser afirmativa. Si cada uno de sus 1250 millones de ciudadanos recibiera un ingreso básico anual de 10.000 rupias (149 dólares) —aproximadamente tres cuartos del umbral de pobreza oficial— el pago total representaría aproximadamente el 10 % del PIB. El Instituto Nacional de Finanzas y Políticas Públicas de Delhi estima que todos los años el Gobierno indio reparte mucho más que eso en subsidios implícitos o explícitos para mejorar a sectores de la población, sin mencionar las exenciones impositivas al sector corporativo. Si se descontinúan algunos o todos estos subsidios —que, por supuesto, no incluyen gastos en áreas como salud, educación, nutrición, programas de desarrollo rural y urbano, y protección ambiental— el gobierno podría obtener los fondos para ofrecer a todos, ricos y pobres, un ingreso básico razonable.
Si el Gobierno carece del coraje político para eliminar suficientes subsidios, quedan dos opciones. Podría tomar medidas para aumentar los ingresos fiscales, como mejorar la recaudación del impuesto inmobiliario (que actualmente es extremadamente baja), o reducir el nivel del ingreso básico que introduzca.
Lo que los Gobiernos no deben hacer es financiar un esquema de ingresos básicos con el dinero de otros programas clave de asistencia social. Aunque la renta básica pueda reemplazar algún gasto atrozmente disfuncional de la seguridad social, no puede sustituir, digamos, a los programas de educación pública, cuidado de la salud, nutrición preescolar o garantía de empleo en la obra pública. Después de todo, el ingreso básico aún estaría gravemente limitado y no hay forma de garantizar que las personas asignen una parte suficiente de él para lograr niveles socialmente deseables de educación, salud o nutrición.
Si se tienen en cuenta estas limitaciones, hay pocos motivos para creer que un programa de rentas básicas no funcionaría en los países en desarrollo. De hecho, los argumentos más frecuentes que se escuchan contra este tipo de esquemas distan de ser convincentes.
El principal inconveniente, según los críticos, es que el ingreso básico debilitaría la motivación para trabajar, especialmente entre los pobres. Dado que el valor del trabajo va más allá del ingreso, plantea esa lógica, esto podría presentar un problema grave. Los socialdemócratas europeos, por ejemplo, se preocupan porque una renta básica podría socavar la solidaridad entre los trabajadores que apuntala los actuales programas de seguro social.

Las experiencias en diversos países no ofrecen mucha evidencia de mal uso del efectivo

Pero en los países desarrollados, los trabajadores del sector informal dominante ya están excluidos de los programas de seguridad social y ningún ingreso básico factible sería lo suficientemente significativo, al menos de momento, como para permitir que la gente simplemente dejara de trabajar.
De hecho, entre los grupos más pobres, las rentas básicas mejorarían la dignidad y los efectos del trabajo que fomentan la solidaridad al quitar cierta presión a quienes actualmente trabajan demasiado (especialmente a las mujeres). En vez de temer continuamente por su sustento, las personas autoempleadas, como los productores y vendedores de pequeña escala, podrían tomar decisiones más estratégicas y aprovechar su mayor poder de negociación frente a los comerciantes, intermediarios, acreedores y arrendatarios.
El argumento final contra el ingreso básico es que los pobres usarán el dinero para financiar actividades perjudiciales para ellos mismos o la sociedad, como el juego y el consumo de alcohol. Las experiencias con las transferencias directas de efectivo en diversos países, entre los que se cuentan Ecuador, India, México y Uganda, no ofrecen mucha evidencia de mal uso; por lo general, el efectivo se gasta en bienes y servicios que valen la pena.
Las propuestas de una renta básica universal imaginadas por los socialistas utópicos y libertarios pueden ser prematuras en los países avanzados, pero no se debe dejar de lado a esos esquemas en el mundo en desarrollo, donde las condiciones son tales que podrían ofrecer una alternativa asequible a los programas de asistencia social ineficaces y administrativamente difíciles de manejar. Los ingresos básicos no son una panacea, pero para los ciudadanos que trabajan en exceso y viven en la pobreza extrema en los países en desarrollo, ciertamente constituirían un alivio.

Traducción al español por Leopoldo Gurman.
Pranab Bardhan es profesor den la Escuela de Posgrado de la Universidad de California, Berkeley. Sus últimos dos libros son Awakening Giants, Feet of Clay: Assessing the Economic Rise of China and India y Globalization, Democracy and Corruption.

 

Serge Latouche «La lógica de la sociedad de crecimiento es destruir todas las identidades»

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Article publicat a La Marea
abril 2016 nº 37 |

Serge Latouche
Luna Gámez | París

Decrecer para avanzar. Esta idea, que muchos estiman utópica, es la base de la teoría del decrecimiento. Su principal impulsor, Serge Latouche (Vannes, Francia, 1940), plantea que esta posibilidad no debe ser considerada como un retroceso sino como un avance hacia otra  dirección en la que la actividad humana no tenga tanto impacto sobre la naturaleza. Un lugar donde el crecimiento desenfrenado, el productivismo y la obsolescencia programada se vean sustituidos por un aumento de la reutilización, de la reparación y de la relocalización de la producción a escala más local. Poco dado a ofrecer entrevistas, Latouche recibe a La Marea en pleno corazón del barrio latino de París. Mientras saborea una copa de vino tinto, el célebre pensador y experto en Filosofía Económica relata cómo su experiencia de vida con  comunidades ajenas al desarrollismo, primero en Laos y luego en África, fue el detonante que despertó su espíritu crítico hacia el desarrollo económico, algo que considera una forma de occidentalización y colonización del mundo. Algunas historias las explica en La sociedad de la abundancia frugal (Icaria Editorial), uno de sus últimos libros traducidos al español.

El desarrollo de su teoría crítica contra el crecimiento capitalista se remonta a finales de los años 60. Sin embargo, no utilizó el término decrecimiento hasta el año 2002. ¿Cómo lo definiría?
El concepto de decrecimiento surgió por necesidad y yo no lo definiría. Es un eslogan que ha tenido una función mediática de contradecir a otro eslogan. Es realmente una operación simbólica imaginaria para cuestionar el concepto mistificador del desarrollo sostenible.
Entonces, ¿qué es el desarrollo sostenible?
El desarrollo sostenible es eso, un eslogan. Es el equivalente del TINA de Margaret Thatcher, There Is No Alternatives, que viene a decir que no hay alternativas al liberalismo económico. El desarrollo sostenible fue inventado por criminales de cuello blanco, entre ellos Stephan Schmidheiny, millonario suizo acusado del homicidio de miles de obreros en una de sus  fábricas de amianto y fundador del Consejo Mundial para el Desarrollo Sostenible, el mayor lobby industrial de empresas contaminantes, junto con su amigo Maurice Frederick Strong, un gran empresario del sector minero y petrolero que, paradójicamente, fue el Secretario General de la Cumbre de la Tierra celebrada en 1992, donde se presentó oficialmente el término  desarrollo sostenible. Ellos decidieron vender este concepto igual que vendemos un jabón, con una campaña publicitaria extraordinaria, excelentemente sincronizada y con un éxito fabuloso. Pero no es más que otra vertiente del crecimiento económico.
En algunos momentos ha afirmado que la economía es la raíz de todos los males y que es necesario salir de ella y abandonar la religión del crecimiento, pero, ¿cómo se abandona una fe cuando se cree en ella?
No existe una receta. No nacemos decrecentistas, igual que no nacemos productivistas. Sin embargo, nos convertimos rápidamente porque vivimos en un ambiente en el que la propaganda productivista es tremenda. Desintoxicarse después depende de las experiencias personales. Un crecimiento infinito en un planeta finito no es sostenible, es evidente incluso para un niño, pero «no creemos lo que ya sabemos», como dice Jean-Pierre Dupuy, un amigo filósofo. El mejor ejemplo es la COP21, donde se hicieron maravillosos discursos pero que no darán casi ningún fruto. Por eso yo creo en lo que llamo la pedagogía de las catástrofes. Pienso que es lo único que presiona a salir a cada uno de su caparazón, y pensar.
¿En qué consiste la pedagogía de las catástrofes?
La gente que se ve afectada por alguna catástrofe comienza a tener dudas sobre la propaganda que difunden las televisiones o los partidos políticos, sean de izquierda o de derechas, y ante las dudas pueden ir en busca de alternativas y aproximarse al decrecimiento. Es necesario que haya una articulación entre lo teórico y lo práctico, entre lo vivido y lo pensado. Aunque tengas
la experiencia, si no creas una reflexión puedes caer en la desesperación, en el nihilismo o en el fascismo. Por tanto, son necesarios esos dos ingredientes, pero no hay receta para combinarlos.
¿En qué deberíamos crecer y en qué decrecer?
Hacer crecer la felicidad, mejorar la calidad del aire y de los alimentos, que la gente pueda alojarse en condiciones aceptables… Vivimos en una sociedad del desperdicio que genera numerosos desechos, pero donde muchas de estas necesidades básicas no están satisfechas. Salir de la ideología del crecimiento supone una reducción del 75 % del consumo europeo de recursos naturales para alcanzar una huella ecológica sostenible. Pero no somos nosotros los ciudadanos los que debemos reducir nuestro consumo final, sino el sistema. Por ejemplo, el 40% de la carne que se vende en los supermercados va a la basura sin ser consumida, lo que implica un desperdicio enorme y una alta huella ecológica. Hasta el año 1970, en un país como España, cuando las vacas se alimentaban de hierba, el consumo de carne todavía era sostenible. Ahora comen soja que se produce en Brasil, quemando la selva amazónica, que después es transportada 10.000 kilómetros, se mezcla con harina animal y se elaboran los piensos. La huella ecológica de un kilo de ternera hoy supone 6 litros de petróleo, y pasa igual con la ropa y con el resto de bienes (…). Vivimos en la sociedad del desperdicio y de la obsolescencia programada, cuando en lugar de tirar deberíamos reparar y de esta forma podríamos decrecer sin reducir la satisfacción. Países como China o India viven un periodo de desaceleración y en algunos casos hasta de recesión, como en Brasil.
¿Podríamos tener la esperanza de que surgiesen alternativas de decrecimiento en estos lugares?
En teoría sí, la crisis podría ser una oportunidad para buscar nuevas alternativas porque supone un decrecimiento forzado,  pero la paradoja es que la alienación social es tal que la única obsesión de los gobiernos es volver al crecimiento, cuando en realidad la herramienta clave debería ser la sabiduría. La preocupación actual tanto de Brasil como de China es cómo retomar el crecimiento. Se han convertido en países tóxico-dependientes, drogados por el crecimiento.
¿Considera que las iniciativas del decrecimiento vendrán de países en crisis o de países menos absorbidos por el desarrollo?
Puede venir de ambos, pero ya que somos los occidentales los responsables de esta  structura, es de aquí de donde deberían partir. Nosotros lo intentamos desde el movimiento del  decrecimiento pero por el momento sólo existen resultados a nivel micro, con iniciativas como las cooperativas de productores locales, que son pequeñas experiencias de decrecimiento, con
muchas iniciativas interesantes en España.
¿Cree que serán los ciudadanos quienes impulsen el decrecimiento o será una iniciativa de los gobiernos?
Vendrá del pueblo. De los gobiernos por supuesto que no.
¿Por qué cree que los nuevos partidos políticos que están naciendo en Europa no abordan la óptica del decrecimiento?
Por miedo a no ganar los votos suficientes para llegar al poder. Usted afirma que vivimos en un mundo dominado por la sociedad del crecimiento que genera profundas desigualdades.
¿De qué forma esto puede afectar a los ciclos migratorios?
La lógica de la sociedad de crecimiento es destruir todas las identidades. El problema de las migraciones es muy complejo. Ahora hablamos de millones de sirios desplazados pero antes de que acabe este siglo habrá 500 o 600 millones de desplazados, cuando ciudades enteras como Bangladesh o millones de campesinos chinos vean sus tierras inundadas por la subida del nivel del mar. Al aumentar las catástrofes del planeta, los migrantes ambientales también crecerán. En África he observado que no son la pobreza y la miseria material las que provocan las migraciones, es la miseria psíquica. Toda la riqueza económica africana representa el 2% del PIB mundial, la gran mayoría representa la masa de petróleo nigeriano. De esta forma, tenemos 800 millones de africanos que viven fuera de la economía, en el mercado informal. Cuando hace 20 años yo iba a África había buen ambiente, mucho dinamismo, la gente quería transformar sus tierras, había muchas iniciativas, pero hoy han desaparecido. La última vez que fui los jóvenes ya no querían luchar contra el desierto. Lo que querían era ayuda para obtener papeles y viajar a Europa, ¿por qué? No es porque ahora sean más pobres que antes, es porque hemos destruido el sentido de su vida. Los últimos 10 o 20 años de mundialización tecnológica han representado una colonización del imaginario 100 veces más importante que los 200 años de colonización militar y misionera. Se les crean nuevas necesidades, en la tele se les venden las maravillas de la vida de aquí y ellos ya no quieren vivir allí.
¿Diría usted que esto supone una crisis antropológica?
Sí, el crecimiento es una guerra contra lo ancestral. El verdadero crimen de Occidente no es haber saqueado el Tercer Mundo, sino haber destruido el sentido de la vida de esa gente que ahora adora el espejismo del desarrollo.

¿Podríamos vivir sin crecimiento económico para salvar el planeta?

Article publicat al web Almendrón
5/12/15
The New York Times | Eduardo Porter

¿Será que el mundo podría sobrevivir sin crecimiento?

Es difícil imaginarlo ahora, pero por miles de años, la humanidad se las arregló con muy poco crecimiento económico. En Bizancio y Egipto, el ingreso per cápita al final del primer milenio era más bajo que en los comienzos de la era cristiana. Gran parte de Europa no experimentó crecimiento en los 500 años que precedieron a la revolución industrial. En India, el ingreso real por persona se redujo continuamente desde principios del siglo XVII hasta finales del XIX.
Ahora que los líderes del mundo están reunidos en la cumbre sobre el cambio climático en París para establecer un acuerdo que pueda reducir las emisiones de gases con efecto de invernadero, hay un tema que probablemente no se vaya a discutir pero, no obstante, está flotando: ¿Podría la civilización de hoy en día sobrevivir una experiencia económica similiar a la de nuestros antepasados? Sencillamente, la respuesta es no.

Un banco de arena en Playa del Rey, en Los Ángeles, protege a las casas cercanas de tormentas y mareas altas. Mark Ralston/Agence France-Presse — Getty Images
Un banco de arena en Playa del Rey, en Los Ángeles, protege a las casas cercanas de tormentas y mareas altas. Mark Ralston/Agence France-Presse — Getty Images

El crecimiento económico despegó apenas hace unos 200 años con el impulso de la innovación y muchísima energía extraída del carbono, la mayoría derivada de combustibles fósiles como el petróleo. Al contemplar los trastornos climáticos que se aproximan en el horizonte, los defensores del medio ambiente, los científicos e incluso algunos políticos han puesto sobre la mesa que el consumo debe parar de crecer.
“Éste es un ingrediente sutil y en gran medida no reconocido de los planes ambientales y climáticos de algunas personas”, afirma Michael Greenstone, que dirige el Instituto de Política Energética en la Universidad de Chicago. A veces no es tan sutil. Desde hace muchos años, Paul Ehrlich, un ecologista de Stanford, ha estado defendiendo la idea de que debemos frenar el crecimiento, tanto de la población como del consumo. Cuando hablé con él por teléfono hace unos meses, Ehrlich citó al economista Kenneth Boulding: “Quien piense que el crecimiento exponencial puede mantenerse para siempre en un mundo finito o está loco o es economista.”
La propuesta de frenar el crecimiento aparece frecuentemente en la izquierda del movimiento ambientalista, en publicaciones como Dissent y en escritos del activista Bill McKibben. Por ejemplo, Peter Victor de la Universidad de York en Canadá, publicó un estudio titulado “Crecimiento, decrecimiento y cambio climático: Análisis de posibilidades”, en el que compara las emisiones de carbono de Canadá en tres trayectorias económicas hasta el 2035.
Según sus hallazgos, llevar el crecimiento a cero tiene un efecto modesto en el carbono emitido. Solo la condición de decrecimiento (un ingreso per cápita canadiense a nivel de 1976 y el promedio de horas trabajadas por los empleados reducido en 75 por ciento) logra cortar las emisiones de manera importante.

Tráfico en una autopista en Nueva Delhi. India ha solicitado un “espacio de carbono” que exigiría que las naciones avanzadas registraran emisiones negativas para que los países pobres pudieran avanzar hacia el desarrollo quemando carbono como hicieron los países ricos en los últimos dos siglos. Roberto Schmidt/Agence France-Presse — Getty Images

La idea también está empezando a llegar a la diplomacia internacional, por ejemplo, con la exigencia de un “espacio de carbono” de India hacia el mundo rico, que exigiría que las naciones avanzadas registraran emisiones negativas (extraer más carbón de la atmósfera del que emiten) para que los países pobres pudieran avanzar hacia el desarrollo quemando carbono como hicieron los países ricos en los últimos dos siglos.
Mientras trabajaba para la Comisión de Desarrollo Sostenible establecida en 2001 para asesorar al gobierno laborista de Gran Bretaña, Tim Jackson, de la Universidad de Surrey, produjo un interesante cálculo: aceptemos que los ciudadanos de los países en desarrollo tienen derecho a emparejarse con el nivel de vida de los europeos hacia mediados del siglo y asumamos que Europa va a crecer, en promedio, 2 por ciento anual de aquí a entonces.
Mantener el aumento de temperatura por debajo de los dos grados centígrados, promedio que los científicos consideran el límite máximo para evitar el catastrófico cambio climático, requiere que en 2050 la economía mundial emita no más de seis gramos de bióxido de carbono por cada dólar de producción económica. Para poner esa cifra en perspectiva, la economía de Estados Unidos actualmente emite 60 veces esa cantidad. La economía francesa, una de las más eficientes en cuanto a consumo de carbono porque está ampliamente impulsada por energía nuclear, emite 150 gramos por dólar de producción.
El profesor Jackson publicó en 2009 un libro titulado “Prosperidad sin crecimiento” (Earthscan/Routledge), en el que expone lo que él considera la conclusión inevitable. 
Aunque su argumento puede tener méritos éticos, la propuesta de crecimiento cero no tiene la menor oportunidad de éxito. La civilización moderna no podría sobrevivir sin éste. Los trueques, la materia prima de las economías de mercado, simplemente no podrían funcionar en un mundo de suma cero. 
“Tener cero crecimiento dentro de un determinado país estaría condenado al fracaso, pues podría generar conflictos entre grupos”, me dijo el profesor Greenstone. “Si fuéramos a llevar esto a una dimensión internacional, sería una exageración incluso mayor.” 
¿Y que provecho hemos sacado del crecimimiento basado en los combustibles fósiles? Un mejor nivel de vida, incluso en las regiones más pobres del mundo. Pero eso es solo el principio. El desarrollo económico fue indispensable para acabar con la esclavitud. Fue una condición decisiva para los derechos de las mujeres. En efecto, la democracia como estructura política no habría podido sobrevivir sin crecimiento. Como ha señalado Martin Wolf, comentarista de The Financial Times, la opción de que todos estuvieran mejor (en la que las ganancias de una persona no significaran las pérdidas de las otras) fue decisiva para el desarrollo y la difusión de la política por consenso que sostiene al gobierno democrático. 
El crecimiento cero nos dio a Genghis Khan y la Edad Media, la era de conquistas y de sometimiento. Impulsó un orden en el que la unica forma de avanzar era saquear al vecino. El crecimiento económico abrió una alternativa mucho mejor: el comercio. 
Max Roser, un economista de Oxford, tiene algunas reveladoras gráficas sobre la mortalidad causada por las guerras a través del tiempo. La mitad de las muertes en las culturas de cazadores y recolectores, de horticulturistas y otras culturas antiguas eran causadas por conflictos. Ni siquiera les compite el sangriento siglo XX, escenario de dos guerras mundiales, del Holocausto y de otros genocidios derivados de la guerra. 
Naomi Klein, abanderada de la izquierda recién convertida a la causa ambientalista, alegremente propone que el cambio climático es una oportunidad de ponerle fin al capitalismo. Aun si fuera cierto, yo dudo que eso produjera la utopía de trabajadores que ella parece ansiar. En una economía mundial que no crece, los vulnerables y sin poder son los que más tienen que perder. Imaginemos “Blade Runner”, “Mad Max” y “The Hunger Games” en la vida real, y al mismo tiempo. 
La buena noticia es que tomar medidas contra el cambio climático no requiere llegar a esos extremos. No será fácil, pero podemos vislumbrar posibles caminos tecnológicos que permitan un futuro de crecimiento y de suma positiva para la economía mundial.
Más que preguntarnos cómo detener el crecimiento, la pregunta principal que plantea el cambio climático es cómo desarrollar y desplegar energías plenamente sostenibles. O, en pocas palabras, cómo ayudar a los pobres del mundo, y a todos los demás, a transitar hacia el progreso por un camino que no implique quemar carbono sin límite.
Eduardo Porter, periodista.


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  1. #1 por Jes RICART – Domingo, 06/12/15 a las 13:32
    Lo cierto es que el crecimiento a ultranza es un concepto relativamente reciente en comparación a la magnitud de la historia. No vino con la revolución industrial (aunque sí aportara un crecimiento cualitativo con la nueva maquinaria) sino con el diseño consolidado del estado del bienestar. A mediados del siglo XX tampoco estaba tan asumido aunque al poco tiempo ya empezó a hablarse de la sociedad de consumo. La lucha ecologista contra la hiperproducción y sus consecuencias tóxicas es prácticamente coetánea al principio motor del hiperdesarrollo en el sistema. Durante decenas de miles de años las sociedades organizadas vivieron sin tener el crecimiento como tal objetivo aunque sí la conquista de territorios ajenas y el usufructo del producto del trabajo de sus rivales.
    En una actualidad en la que se han traspasado todos los límites sostenibles y que siguen sonando las señales de alarma ya no cabe la pregunta si se podrá vivir sin crecimiento económico. Estamos frente al dilema de decrecimiento o autoliquidación. Pero decrecimiento no solo significa dejar de crecer sino deconstruir gran parte de las cosas que fueron los retos y los iconos del crecimiento.
    Hay hipótesis serias expresadas en la filmografía de ficción para todas los gustos para saber como será esa autoliquidación: desde una guerra nuclear activada por manos humanas a una glaciación. Preguntar de si va a seer posible la vida en el planeta
    Es conocida la predicción infalible de Kenneth Boulding de la imposibilidad de crecimiento ilimitado en un mundo limitado. Lo que mueve a la organización de foros internacionales a plantearse la cuestión del medioambiente no es aún la conciencia de la fatalidad inscrita en el crecimiento. Quieren limpiar la atmósfera sin dejar de echar los detritus de sus industrias.
    La lucha alternativa por el decrecimiento implica un nuevo modelo de sociedad en el que quepa un nuevo concepto de progreso y de prosperidad y de bienestar sin que el coste de ello sea la ruina de las personas y la ruina de la naturaleza. ¿es posible? A diferencia de lo que estima Eduardo Porter, sí lo es, pero no desde luego en un sistema económico y en una sociedad que deifican antes que ninguna otra cosa contar con la disponibilidad de efectivo como segurizante biográfico e inversionista. Porter quiere una solución mágica, continuar creciendo sin renunciar a lo logrado y a la vez tapando el agujero de ozono y las cifras escandalosas de muerte por toxicidad ambiental. Representa esa actitud de no querer cambiar de paradigma por temor a que la correlación de fuerzas en el mundo varíe y desfavorezca a los mas privilegiados.
    Se pasa por algo que el crecimiento es la etiqueta con la que se ha cubierto el desarrollo desigual e intercompetitivo entre naciones para tener la mayor pujanza posible en el mercado internacional. Crecimiento ha sido equivalente de guerras y de violencias, de espionaje industrial y de competencias por apoderarse de las materias primas, entre ellas el petróleo.
    Pensar que no hay mas referentes para la encomia que los que han presidido los últimos 100 años es tener poca visión global. Y tenerla en un tiempo inaceptable en el que se sabe que las energías alternativas son altamente competitivas con las fósiles (parte de ellas como el carbón en uso regresivo). No se puede afirmar a la ligera que el cambio de modelo energético apenas variara la tasa de anhídrido carbónico en el ambiente. Basta salir a un espacio de trafico automovilístico de lata intensidad para que algunos enfermemos a las pocas horas de respirarlo. Basta formar parte como conductores o pasajeros de ese tráfico para sentirnos como los tecnoborregos que tan bien ha rediseñado el sistema haciéndoles/nos creer que su status de vida es estupendo sin darse cuenta que son multitudes de enfermos con vidas mediocres.
    Los segurizantes de las gentes de ese futuro ecologicamente sostenible y socialmente mas feliz habrán sustituido los títulos de propiedad y los depósitos bancarios por un saber estar y convivir en grupo compartiendo recursos comunitarios. Para alcanzar esto se necesitará un nuevo diseño de persona humana, otra psicología liberada de la angustia que produce sintomáticamente el no tener. Esa otra psicología se construirá con educación y sobre todo experimentando que la vida comunitaria es posible tras la pena del individualismo social persistente durante siglos. Por el momento no existe a la vista ningún embrión de esa nueva persona. Disponemos, eso sí, de un volumen de riqueza teórica y del firme deseo de lo que por el momento es esa utopía. Si alguna vez nuestros descendientes de dentro de unas generaciones logran vivir en ese mundo sinérgico y respetuoso no comprenderán como sus antepasados por miles de años no lo logramos. Será en ese mundo en que nadie tendrá que tener por duplicado o multiplicado cosas que en sus unidades simples sirven para usos colectivos, múltiples y reiterados. Será en ese mundo en que el planteamiento crecimiento vs decrecimiento no se dará porque a nadie se le ocurrirá acumular o tener mas de lo que necesita y mucho menos destruir el hábitat para tener más capital en un banco, figura financiera ésta que tampoco tendrá razón de existir.

La izquierda debería abrazar el decrecimiento

Article publicat a Huffington Post
 

Profesor e investigador en Economía Ecológica, Universidad Autónoma de Barcelona

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El decrecimiento es un ataque frontal a la ideología del crecimiento económico. Algunos lo llaman una crítica, un eslogan o una «palabra obús». Otros hablan de la «teoría de» o de la «literatura sobre» decrecimiento o de las «políticas de decrecimiento «. Muchos se ven a sí mismos como el «movimiento del decrecimiento», o proclaman que viven» de una manera decrecentista». ¿Qué es el decrecimiento y de dónde viene?

Los orígenes del decrecimiento
Intelectualmente, los orígenes del decrecimiento se encuentran en la ecología política francesa y europea de la década de 1970. André Gorz hablaba de de décroissance en 1972, cuestionando la compatibilidad del capitalismo con el equilibrio de la tierra «para la que… el decrecimiento de la producción material es una condición necesaria». A menos que consideremos «igualdad sin crecimiento», argumentaba Gorz, estamos reduciendo el socialismo a nada más que la continuación del capitalismo por otros medios -una extensión de los valores de la clase media, estilos de vida y patrones sociales’.
Demain la décroissance (Mañana, el decrecimiento) fue el título de la traducción en 1979 de una serie de ensayos de Nicholas Georgescu-Roegen, un catedrático rumano emigrado a EEUU y uno de los primeros economistas ecológicos, que argumentaba que el crecimiento económico acelera la entropía. Eran los tiempos de la crisis del petróleo y del Club de Roma. Sin embargo, para los pensadores ecosocialistas franceses, la cuestión de los límites del crecimiento era ante todo una cuestión política. A diferencia de las preocupaciones malthusianas por el agotamiento de recursos, la sobrepoblación y el colapso del sistema, el suyo era un deseo de tirar del freno de emergencia en el tren del capitalismo o, en palabras de Ursula Le Guin, «poner un cerdo en la via única de un futuro que consiste únicamente en el crecimiento».
El eslogan décroissance fue revitalizado en la década de 2000 por los activistas en la ciudad de Lyon en acciones directas contra las megainfraestructuras y la publicidad.Serge Latouche, un profesor de antropología económica y crítico de los programas de desarrollo en África, lo popularizó con sus libros, clamando por el «Fin del desarrollo sostenible» y » viva el decrecimiento convivencial». Para el intelectual francés, Paul Aries, el decrecimiento era una «palabra obús ‘, un término subversivo que cuestionaba la conveniencia del desarrollo basado en el crecimiento que se daba por sentada. Una red pequeña pero entregada de decrecentistas surgió en torno a la revista mensual La Decroissanse. La palabra quedó registrada en los debates políticos franceses, incluso con un intento fallido de un partido político de decrecimiento.
El decrecimiento hoy
Desde Francia, el nuevo meme se extendió a Italia, España y Grecia. En 2008, justo antes de la crisis española, el activista del decrecimiento catalán Enric Duranexpropió 492.000 euros a treinta y nueve bancos a través de préstamos. Dio el dinero a los movimientos sociales, denunciando el sistema de crédito especulativo de España y el crecimiento ficticio que impulsaba.
En París, en 2008, comenzaron una serie de reuniones internacionales, una mezcla de conferencias científicas con foros sociales, que introdujo el decrecimiento en el mundo de habla inglesa. En septiembre de 2014, tres mil quinientos investigadores, estudiantes y activistas se reunieron en Leipzig en la IV Conferencia Internacional sobre Decrecimiento. Las actividades abarcaron desde paneles sobre crecimiento y cambio climático, críticas gramscianas al capitalismo o la semana laboral de 20 horas, hasta la desobediencia civil frente a una central eléctrica de carbón o cursos sobre cómo hacerse el pan.
Una prolífica investigación publicada en revistas académicas ha reforzado las hipótesis principales del decrecimiento: la imposibilidad de evitar un cambio climático desastroso con un crecimiento económico; límites fundamentales a la hora de desacoplar el uso de recursos del crecimiento; la desconexión entre el crecimiento y la mejora del bienestar en las economías avanzadas; los crecientes costes sociales y psicológicos del crecimiento. Trabajos recientes ponen de relieve el imperativo del crecimiento para el capitalismo (lo que David Harvey llama la más letal de sus contradicciones) y exploran cómo el empleo o la igualdad podrían sostenerse en economías postcapitalistas sin crecimiento.
Las propuestas políticas van desde límites máximos al carbono y moratorias a la extracción hasta la renta básica ciudadana, la reducción de la jornada semana laboral, la recuperación de los bienes comunes y una quita de la deuda, así como una reestructuración radical del sistema fiscal en base a la producción de CO2 en lugar del impuesto sobre la renta, y topes salariales e impuestos al capital. Al exigir esas imposibles «reformas no reformistas», como André Gorz las llamó, se aboga por la transformación sistémica (como ha señalado Slavoj Zizek, tales reformas socialdemócratas son revolucionarias en una era en que el capitalismo ya no puede darles cabida).
Políticamente, hay un claro consenso en que un cambio de sistema es necesario, y que esto requiere un movimiento de movimientos, o bien una alianza de los desposeídos, incluyendo una coalición de los movimientos globales de justicia social y ambiental. El decrecimiento es incompatible con el capitalismo, pero rechaza también la ilusión del denominado «crecimiento socialista» por el cual una economía racional, centralmente planificada, traería de algún modo mágico los avances tecnológicos que permitirían un crecimiento razonable sin afectar a las condiciones ecológicas. Los decrecentistas discrepan de los socialistas en que a estos les resulta fácil imaginar el fin del mundo o el fin del capitalismo pero, por alguna razón inexplicable, no el fin del crecimiento.
Para otros, decrecimiento significa, principalmente, otra forma de vida (politizada). Nuestro foro sobre decrecimiento de tres días en Atenas, a principios de este año, contó con la presencia de cientos de participantes, no sólo académicos, activistas ambientales y de los derechos humanos o miembros de Syriza, los Verdes y la izquierda antiautoritaria, sino también neorurales y agricultores orgánicos y muchos de los soldados de base de la economía solidaria. En Barcelona, ​​el decrecimiento se visualiza en proyectos como Can Masdeu, con su red de huertos urbanos en el barrio obrero de Nou Barris y una historia de activismo por el derecho a la vivienda; o laCooperativa Integral Catalana, una cooperativa con seiscientos socios y dos mil participantes, una red de productores independientes y consumidores de alimentos orgánicos y productos artesanales, residentes de ecocomunas, empresas cooperativas y redes regionales de intercambio que emiten sus propias monedas.
François Schneider, promotor de las conferencias internacionales y fundador deResearch & Degrowth en París (ahora también en Barcelona), encarna la hibridez del decrecimiento: un doctor en ecología industrial, caminó durante un año con un burro por Francia explicando las ideas del decrecimiento a los transeúntes que, desconcertados, lo detenían para escucharlo. Ahora vive en Can Decreix, una casa neo-rural dentro de la ciudad de Cerbere en la frontera franco-catalana, un centro de experimentación y de educación en la vida frugal.
Algunos hablan de un movimiento de base del decrecimiento, pero los asistentes a las conferencias no somos un grupo cohesionado de personas con una agenda compartida o un objetivo unificado, ni hemos llegado todavía al tamaño de un movimiento. A diferencia del movimiento antiglobalización, no hay ningún edificio de la OMC para asaltar o un tratado de libre comercio que detener. El decrecimiento ofrece un eslogan que moviliza, reúne y da sentido a una amplia gama de personas y movimientos sin ser su único o principal horizonte. Es una red de ideas, un vocabulario, como lo llamábamos en un libro reciente, que cada vez más gente siente que trata de sus preocupaciones.
La izquierda tiene que abrazar el decrecimiento
Una izquierda nueva tiene que ser una izquierda ecológica o no será izquierda en absoluto. Naomi Klein argumentaba que el cambio ambiental «lo cambia todo», también para la izquierda. El capitalismo requiere la expansión constante, una expansión basada en la explotación de los seres humanos y no humanos, que daña irreversiblemente el clima. Una economía no capitalista tendrá que poder sostenerse a la vez que se reduce su tamaño. Pero ¿cómo podemos redistribuir o asegurar un trabajo con sentido sin crecimiento? Todavía no existe una ciencia de’economía del decrecimiento concreta. Lamentablemente, el keynesianismo es la herramienta más poderosa que tiene la izquierda, incluso la izquierda marxista, para hacer frente a los problemas de la política. Pero se trata de una teoría de la década de 1930, cuando la expansión ilimitada todavía era posible y deseable.
Sin la existencia de la marea del crecimiento que levante todos los barcos, es el momento de repensar qué barco consigue qué. La respuesta de la izquierda al dilemar>g de Piketty no debe ser «aumentaremos g ‘ (g es la tasa de crecimiento). Después de todo, la izquierda siempre quería que fuera r, que la acumulación de capital decreciera. El mismo Piketty, apenas ecologista, no cree en la posibilidad de una mayor tasa de crecimiento. La redistribución va a ser la cuestión central en un siglo XXI sin crecimiento.
La izquierda tiene que liberarse del imaginario del crecimiento. El crecimiento perpetuo es una idea absurda (consideren el absurdo de lo siguiente: si los egipcios hubiesen comenzado con un metro cúbico de material y crecieran un 4,5% anual, al final de sus 3.000 años de civilización, habrían ocupado 2.500 millones de sistemas solares). Incluso si pudiéramos sustituir el crecimiento capitalista por un crecimiento socialista más bueno, más angelical, ¿por qué querríamos ocupar 2.500 millones de sistemas solares?
El crecimiento es una idea que forma parte esencial del capitalismo. Es el nombre que el sistema dio al sueño que estaba produciendo, el sueño de la abundancia material. El PIB se inventó para contar la producción de guerra y se convirtió en un indicador, midiendo y confirmando objetivamente el éxito de EEUU en la guerra fría. El crecimiento es lo que el capitalismo, necesita, conoce y hace. Las políticas de izquierda nunca consistieron en aumentos cuantitativos del valor de cambio en abstracto. Consistían en punto específicos, en valores concretos de uso: el empleo, un salario digno, unas condiciones dignas de vida, un medio ambiente sano, la educación, la salud pública o agua potable para todos. Todos ellos requerían recursos; pero no hay ninguna razón por la que necesitasen una expansión perpetua de recursos del 3% anual.
Y he aquí una afirmación más rotunda: las cosas que a la izquierda le gustaría vercrecer no traerían consigo un crecimiento agregado (a menos que redefiniéramos totalmente lo que medimos como actividad económica, pero esto es un juego de palabras). Extender la riqueza equitativamente a más manos y más mentes de lo que sería necesario, dejando espacios y personas ociosas, dedicando tiempo para cuidar unos de los otros: todo eso son impuestos a la productividad y al crecimiento. Siendo menos productivos podríamos crear más trabajo e incluso vivir mejor. Si fuésemosmenos productivos en sectores con valor social, como la salud pública, con más trabajadores (doctores y cuidadores), viviríamos mejor. Pero la industrialización despegó a base de concentrar los excedentes en manos de unos pocos (capitalistas o estados), reinvirtiendo los beneficios para un mayor crecimiento, no para extender la riqueza a todo el mundo o dejar los pastos y los combustibles fósiles inactivos.
Esto puede ser demasiado difícil de tragar. Después de todo, muchos de nosotros a menudo abogamos por la igualdad, la democracia, el pleno empleo, un salario mínimo, la educación o las energías renovables (lo que se quiera) en nombre del crecimiento. Creemos que una alternativa al sistema capitalista que sólo tiene ojos para los beneficios será más racional y lo hará más y mejor de lo que el capitalismo lo hace. Esto es un error político: como afirma Slavoj Zizek, la izquierda no puede limitarse a nuevas formas de realizar los mismos sueños; tiene que cambiar los sueños en sí mismos. Tampoco creo que la idea de volver a la época gloriosa de socialdemocracia europea sea más factible. La gloriosa (sic) era de reconstrucción y recuperación de la postguerra ha terminado. Y no olvidemos que esa también fue posible gracias a la explotación colonial del resto del mundo. Hay pocos indicios de que el keynesianismo impulsado por la deuda, marrón o verde, capitalista o socialista, pueda revivir. Esto es independiente del hecho de que la austeridad neoliberal sea desastrosa. ¡Sí a la redistribución, la democracia y la igualdad, pero no en nombre del crecimiento!
El decrecimiento revive el espíritu de la «austeridad revolucionaria» de Enrico Berlinguer, una austeridad nacida de la solidaridad. El petróleo que alimenta nuestros coches, calienta nuestros hogares o incluso gestiona nuestros hospitales y escuelas, es el mismo que destruye los medios de vida y los bosques en la Amazonía peruana o Nigeria. El papa nos lo recuerda. La razón para llevar una vida «sobria», como lo llamaba Berlinguer anteriormente y el papa ahora es porque nuestras acciones aquí afectan a las personas y los ecosistemas allá, no porque la máquina capitalista se esté quedando sin materias primas (preocupación malthusiana), o porque, como dicen los neoliberales, vivamos por encima de nuestras posibilidades (algo en lo que se refieren al 99% que utilizamos los servicios del Estado del bienestar, no a ellos, el 1% que viven de su capital).
Desde la perspectiva del decrecimiento, la cuestión no es que el Norte Global consuma más de lo que produce (o produzca más de lo que consume, como dicen los keynesianos). La cuestión es que produce y consume más de lo necesario, a expensas del Sur Global (también del propio Sur dentro de los países del Norte), de otros seres y de las generaciones futuras. Producir y consumir menos reduciría el daño infligido a los demás. Es una cuestión de justicia social y ambiental: «reducir y redistribuir desde el 1% global (y en menor medida el 10%, lo que incluye a las clases medias de Europa y América) al resto. Estas invocaciones a la sobria sencillez y a la abundancia frugal pueden parecerse a la idea común latente de la buena vida, presente en muchas culturas de Oriente y Occidente. Pueden recuperar de las garras de los defensores de la austeridad la crítica sensata al «exceso», que hipócritamente utilizan para justificar sus políticas regresivas.
Posibilidades políticas
El decrecimiento es una palabra clave que circula, sobre todo, entre activistas. En Grecia y en España, lugares que conozco mejor, resuena entre los cooperativistas y los ecocomunalistas, incluyendo a miembros de las bases juveniles de partidos como Syriza, Podemos o CUP. El decrecimiento fue una palabra presente, aunque no dominante, en el movimiento de los indignados y en las economías solidarias. Entre los Verdes se despertó una antigua división, anterior al «desarrollo sostenible», entre los radicales » fundis» y los pragmáticos «realos» que apostaron por el crecimiento verde. Existen signos de la re-radicalización de los Verdes europeos: Equo en España, con representación en el Parlamento Europeo, ha respaldado explícitamente una agenda post-crecimiento (su eurodiputado Florent Marcellesi ha hablado en favor del decrecimiento). La campaña nacional de los Verdes del Reino Unido también tenia el espíritu ‘post’ o ‘de’-crecentista , aunque no el nombre.
Los llamamientos explícitos al decrecimiento son un suicidio electoral en un entorno dominado por los medios de comunicación corporativos. Es necesario más trabajo de base para hacer que el decrecimiento sea un pensamiento común generalizado. Por ahora, cuanto más cerca del poder llegue un partido radical, más probable es que se desvincule de cualquier asociación con el decrecimiento. Pablo Iglesias firmó el manifiesto decrecentista Ultima llamada, pero, como The Economist señaló acertadamente, cuando Podemos maduró, dejó atrás las ideas más extravagantes como el «decrecimiento» y «anticapitalismo».
Los paralelismos con la nueva izquierda de latinoamérica son obvios. Correa o Morales fueron elegidos con el apoyo de los movimientos ecologistas indígenas con filosofías similares al decrecimiento. Una vez en el poder, la realpolitik y las políticas redistributivas basadas en el crecimiento que se dictaron fueron complacientes con el gran capital y con el crecimiento alimentado por el extractivismo.
Uno esperaría que, al menos, los nuevos partidos de izquierda en Europa se abstuvieran de hacer del crecimiento su objetivo central. Pero sin duda, las crisis ha reafirmado el imaginario del crecimiento, esta vez como un objetivo progresista. Un activista de Podemos en Cataluña me comentaba que «en la crisis actual sólo podemos hablar de crecimiento». Esto no es totalmente cierto. Se necesita coraje e imaginación, pero no es imposible. Barcelona en Comú ganó las elecciones de la ciudad sin mencionar el crecimiento ni una sola vez en su programa. Esto puede tener que ver con el arraigo del decrecimiento y las ideas asociadas en la sociedad civil de Barcelona y el florecimiento de la economía solidaria alternativa en la ciudad. Muchos de mis amigos y colegas trabajaron en el programa del partido, cuyos compromisos son la renta ciudadana, los impuestos verdes, la reivindicación de espacios verdes, una cooperativa energética municipal, un menor uso de recursos y menos residuos o la vivienda social. Unas de las primeras decisiones de la nueva alcaldesa, Ada Colau, ha sido la moratoria sobre nuevos hoteles y el fin de la candidatura para la organización de los Juegos Olímpicos de Invierno de 2026. Santi Vila, consejero de Medio Ambiente de la Generalitat de Catalunya y joven aspirante conservador, la acusó de liderar un partido del decrecimiento (omitiendo, sin embargo, que unos meses atrás y tratando de estar al tanto de las últimas tendencias internacionales en los debates del cambio climático, él también había hablado favorablemente del decrecimiento en el Parlamento).
El Programa económico de Podemos fue elaborado por dos economistas socialistas (Vicenç Navarro y Juan Torres) que han escrito con frecuencia artículos de opinión contra el decrecimiento. Afortunadamente, el programa evita referencias claras en favor del crecimiento. ¿Podría esta señal dar margen para un keynesianismo sin crecimiento? Sostengo que sí. Se pueden imaginar políticas fiscales y tributarias que dirijan los recursos en favor de las clases trabajadoras y hacia lo verde, el cuidado o actividades alternativas que estimulen un consumo de baja intensidad para los necesitados, dentro de un patrón general de contracción económica. Apenas una visión keynesiana, pero quizás apta para economías secularmente estancadas.
A diferencia de un municipio que, por supuesto, tiene responsabilidades fiscales limitadas, una nación sin crecimiento puede tener problemas para financiar los servicios de bienestar, al menos en principio. Sin embargo, no veo ninguna buena razón para que los costes en salud o educación tengan que crecer al 2 o 3% anual (la tasa del supuesto crecimiento necesario). Hay un inmenso margen para el ahorro mediante la reversión de externalizaciones y costosas adquisiciones, la prohibición de los megaproyectos, o la descentralización de los servicios, como la salud preventiva o el cuidado de los niños, compartiéndolos a través de redes de solidaridad. Países más pobres como Cuba o Costa Rica disponen de sistemas de salud pública universal y de educación excelentes. Impuestos más altos sobre el capital también pueden compensar la pérdida de ingresos del decrecimiento. El bienestar sin crecimiento es teóricamente posible, pero ningún partido de Izquierdas se ha atrevido a pensar en lo que se necesitaría para ponerlo en práctica.
El punto más importante es la deuda. Sin crecimiento, la deuda , como porcentaje del PIB, aumenta. Los intereses de los préstamos se disparan a medida que disminuye la probabilidad de pagarlos. Esto sí que hace menos plausible un keynesianismo decrecentista. Sin crecimiento, tarde o temprano la deuda pública tiene que ser reestructurada o eliminada, ya sea por decreto o por la inflación. Existen precedentes históricos de ello, como el de Alemania después de la guerra o el de Polonia después del fin del comunismo. Pero una vez hecho, no se puede repetir. Sin nueva deuda, el margen para la expansión fiscal es limitado.
La urgencia de la cuestión de la deuda pública puede explicar las diferencias entre España y Grecia. El ascenso de Syriza inicialmente alimentó las esperanzas de que «otro mundo» era posible: la base del partido, especialmente los jóvenes, estaba formada por cooperativistas verdes que, con un espíritu semejante al decrecimiento, apostaban por lo que podría llamarse la economía solidaria, aun sin estar del todo definida. Sin embargo, todos los líderes del partido se posicionaron, sin reservas, a favor del crecimiento, enmarcándolo como la alternativa a la austeridad. En las negociaciones con el Eurogrupo se produjo un breve intento de avanzar en la propuesta de Joseph Stiglitz hacia una «cláusula de crecimiento»: Grecia vincularía el pago de la deuda al crecimiento. Estas demandas fueron consideradas por el Eurogrupo como «ultra-radicales»; claro que hablar de una economía solidaria sin crecimiento se hubiese considerado aún más estrafalario.
Algunos comentaristas extranjeros soñaban que un ‘No’ de Grecia a la Troika y una salida del euro abriría el camino hacia una transición decrecentista y una economía solidaria. Sin embargo, no hay ninguna fuerza política en Grecia que defienda esta posición. La izquierda pro-dracma de Syriza, ahora un partido separado llamado Unidad Popular, es ardientemente productivista. Su líder tiene un historial medioambiental sombrío como ministro de Energía, que incluye planes para una nueva producción interna de carbón y subvenciones a los combustibles fósiles para las industrias. A pesar de una expansión fenomenal y los logros importantes de la economía solidaria en Grecia, esta sigue siendo un movimiento social marginal (mucho menor que en España), y sus redes son insuficientes para satisfacer las necesidades de la población en caso de un período de transición. Es poco probable que pueda haber una contracción económica suave, sin problemas, fuera del euro. Fue precisamente el temor a una subida incontrolable a los precios de los alimentos importados o a la escasez de medicamentos y el caos económico en el período de transición, lo que asustó a Alexis Tsipras y lo llevó a firmar el nuevo memorándum. Países como Japón, con independencia fiscal y monetaria y con capacidad para emitir y financiar la deuda en su propia moneda están en mejor posición para sostener el empleo y el bienestar sin crecimiento (Japón no ha experimentado crecimiento en más de diez años, una década perdida sólo ante los ojos de los economistas). Pero, por supuesto, un capitalismo sin crecimiento es inconcebible, y Japón intenta, tan arduamente como puede, relanzar el crecimiento (con poco éxito hasta la fecha).
La imposibilidad de imaginar una fuerza política llegando al poder con una agenda de decrecimiento hace que algunos decrecentistas argumenten que el cambio sólo podrá venir desde la base y no desde el Estado, sino a a través de un camino mediante el cual los ciudadanos se auto-organicen, a medida que la economía se estanque y la falta de crecimiento nos lleve a la crisis. Estoy de acuerdo con que es poco probable que se lleve a cabo una transición política voluntaria hacia el decrecimiento y con el nombre de decrecimiento. Más bien, si ocurre, será un proceso de adaptación al estancamiento real de la economía. No veo, sin embargo, la forma en que esto pueda suceder sin implicación también el Estado, con un refuerzo mutuo entre la sociedad civil y la política, las prácticas de los movimientos de base y con nuevas instituciones.
Ningún partido de izquierdas cercano al poder se atrevería a cuestionar abiertamente el crecimiento, pero me resulta difícil ver cómo, a largo plazo, voluntariamente o no, la izquierda europea (que, a diferencia de su contraparte latinoamericana, no puede apostar por una burbuja de materias primas) puede evitar pensar en cómo se puede gestionar un país sin crecimiento. El crecimiento no sólo es ecológicamente insostenible, sino, como los economistas admiten abiertamente (de Piketty a Larry Summers) cada vez es más improbable en las economías avanzadas.
El capitalismo sin crecimiento es salvaje. El decrecimiento no es ni una teoría clara, ni un plan ni un movimiento político. Pero es una hipótesis a la que ha llegado su hora y a la que la izquierda ya no puede permitirse el lujo de obviar.
Este artículo fue publicado originalmente en la revista New Internationalist y ha sido traducido del inglés por Neus Casajuana Filella
Giorgos Kallis es co-editor del libro Decrecimiento: Vocabulario para una nueva era.


"Hay que acabar con el desarrollo"

Article publicat a  BBC Mundo 

8 agosto 2015

Choza con anuncio de internet
 La era del desarrollo se acabó. Necesitamos nuevas ideas para mejorar la vida. Y Latinoamérica las está dando. Eso al menos es lo que argumenta la antropóloga Henrietta Moore, directora del Instituto para la Prosperidad Global de University College London… pero, ¿cómo lo sustenta?

Seguro que el desarrollo es una necesidad incontrovertible en el mundo en el que vivimos.
Basta con revisar algunas cifras para comprobarlo:

  • 7.000.000.000 personas viven en este planeta
  • 850.000.000 de ellas sufren de hambre
  • 600.000.000 o más aún no tiene acceso a agua potable
  • 3.000.000.000 viven con menos de US$2,5 al día, menos de lo que cuesta un capuccino en Londres

Ante los hechos, ¿cómo puede ser que alguien tenga algo contra el desarrollo? ¿Por qué me atrevo a renegar?
Parto de un hecho muy simple: hemos experimentado con el desarrollo durante 60 años.
El experimento empezó a mediados del siglo XX, cuando el mundo era un lugar muy distinto.
La idea en ese entonces era que el desarrollado Norte poseía los recursos financieros y las habilidades técnicas que adolecía el pobre Sur.
En consecuencia, la tecnología, los conocimientos y el capital deberían fluir del Norte al Sur, del mundo desarrollado al mundo en desarrollo.

Ideas y acciones

El filósofo y sociólogo alemán Max Weber, quien murió en 1924 -antes de que la idea del «desarrollo» entrara en la conciencia colectiva- decía que de tanto en tanto llegaba una gran idea que cambiaba el rumbo de la historia.
El desarrollo fue una de esas ideas.
Pero, en la segunda década del siglo XXI, ¿sigue siendo tan poderosa como antes?
¿No será hora de volver a cambiar el rumbo?
Y si lo es, ¿en cuál dirección?

Por qué esperar la lluvia

Recientemente estuve en el norte de Kenia, conociendo un proyecto de una bien intencionada ONG internacional.
La idea era sencilla, una idea típica de la teoría del desarrollo.
La ONG proveería irrigación; la irrigación llevaría a mejoras en la agricultura; las mejoras en la agricultura traerían altos ingresos.
En resumen, la meta de toda la intervención era maximizar la producción agrícola.
Una peculiaridad de esta región particular de Kenia es que la aguda apreciación de las estructuras políticas y económicas que influyen en la vida de la gente a menudo se refleja en los apodos.
Por ejemplo, a uno de los hombres con los que he hablado varias veces le llaman «Banco Mundial». Al preguntarle por qué, rio y me contestó: «Porque soy un economista, pero no tengo nada de dinero».

Chica en país en desarrollo 
Desde hace 60 años, el desarrollo ha sido algo 
que el Norte parecía darle al Sur.

En este caso, con quien hablé fue con el señor «Negocios», el único que estaba plantando su recientemente irrigada tierra en la estación seca.
Todos los demás campos de cultivo no han sido tocados desde la cosecha del año anterior.
Cuando le pregunté a los otros por qué no estaban cultivando en febrero como el señor Negocios, dijeron: «Estamos esperando la lluvia».
Una respuesta que frustra muchísimo al funcionario de la ONG que ha amenazado con imponer sanciones contra quienes no planten y produzcan algo todo el tiempo.
La pregunta, sin embargo, es: ¿por qué la gente está esperando la lluvia si ya tienen un sistema de irrigación?
La respuesta corta es que cultivar maíz es sólo una parte de la compleja ecología de las actividades para ganarse la vida de esa sociedad.
Esas parcelas irrigadas no son las únicas tierras que la gente tiene que trabajar. En esa época del año, los mangos y el sorgo requieren de atención, así como otros proyectos, como arrear animales, construir casas, etc.
Además, desde noviembre hasta enero es la época de las bodas, ceremonias y eventos religiosos, momentos en los que la gente se reúne para ayudarse y apoyarse.
Y esas son relaciones que se fortalecen y servirán para proveer alimentos, recursos o préstamos cuando sea necesario… como cuando llega la hora de sembrar las tierras con los flamantes sistemas de irrigación.

¿Qué nos dice ese ejemplo?

Primero, quizás, que las soluciones técnicas –como los sistemas de irrigación– rara vez lo resuelven todo.
Es algo que hemos sabido por mucho tiempo y se ha demostrado repetidamente en proyectos de desarrollo, pero persistimos con la idea de que la tecnología es la respuesta a problemas sociales complejos.
Las nuevas tecnologías son importantes; obviamente traen beneficios genuinos.
Sin embargo, lo que realmente resuelve problemas sociales complejos no es la innovación tecnológica sino social.
La segunda cosa que podemos aprender es que la maximización económica de producción e ingresos –crecimiento– como modelo para el progreso económico y social tiene sus límites.
No hay duda que mejores carreteras mejoran el acceso a los mercados y aumentan los ingresos.
No obstante, a medida que los intereses sobre la deuda aumentaron con el desarrollo y el progreso para el Sur global –y de hecho, para el mundo entero–, hay serias razones para cuestionarlo.

El crecimiento infinito en un planeta finito no es una opción»

Henrietta Moore

Tomemos un ejemplo sencillo:

La escasez de agua afecta a todos los continentes del mundo; en 2050 la falta de agua afectará a más de 54 países en el mundo. El uso global de agua ha aumentado alrededor de 2 veces más que la tasa de crecimiento de la población

El crecimiento infinito no es posible en un planeta sin suficiente agua.
A pesar de esto, el concepto convencional de crecimiento económico, impulsado por la escalada del consumo de recursos, sigue siendo la finalidad principal de las políticas gubernamentales en todo el mundo.
¿Queremos seguir aferrados a esa idea de que el Sur global siga el camino trazado por el Norte global?
Pues la evidencia originada en el Sur global indica otra cosa.

Históricamente, los humanos hemos usado unas 7.000 especies de plantas para alimentarnos. Pero hoy en día sólo 3 -maíz, arroz y trigo- componen el 60% de las calorías que consumimos las 7.000.000.000 de personas que vivimos en el mundo

Con raíces en la tierra

En Brasil centro occidental, donde muchos viven de la soya y el maíz, la agricultura consiste mayoritariamente de monocultivos.
En 2013 la región alcanzó un volumen récord de soya y maíz: más de 78 millones de toneladas. Pero gran parte de ellas no eran usadas para alimentar a la población sino exportadas para producir biocombustible.
Es precisamente en respuesta a esta clase de problemas causados por la agroindustria de este tipo –que incluyen la contaminación de los recursos naturales, el aumento en los precios de los alimentos locales, problemas de salud, degradación de la tierra– que muchas comunidades en Latinoamérica y el Caribe han hecho la transición a la agroecología.
Combinando lo mejor de la ciencia, lo mejor de la agricultura tradicional y la igualdad social con acceso a la tierra, unas 500 millones de personas en el mundo están hoy en día involucradas en la agroecología.
Un estudio independiente mostró que puede producir tanto o más que la agricultura intensiva.
Otro, que revisó 286 proyectos en 57 países, encontró que en promedio el rendimiento de los cultivos aumentó en un 79% como resultado del uso de los métodos agroecológicos.

En Ecuador, la agricultura ecológica aumentó de 23.000m hectáreas en 1996 a alrededor de 403.000 hectáreas en 2008 generando casi US$ 4.000.000 y creando 172.000 empleos.

Cortesía de EDUCACIÓN SIN FRONTERAS

La agroecología hace uso de los conocimientos y técnicas que las personas mismas controlan y usan para aumentar su prosperidad.
Y la prosperidad se entiende como bienestar, autonomía, administración del medio ambiente, lazos sociales y culturas, en cambio de ser únicamente una cuestión de ingresos y crecimiento.
En 2014, la FAO (Organización de la ONU para la alimentación y la agricultura) finalmente reconoció y decidió apoyar la agroecología, lo que quizás es una señal de que las cosas están cambiando; de que conocimientos y habilidades alternativas de la gente serán considerados clave para que florezcan las sociedades del futuro.
Y los modelos vienen del Sur global.

Vamos a la ciudad

Hoy en día…

  • 54% de la población mundial vive en ciudades. Para 2050 será casi el 70%
  • El aumento se concentrará sobre todo en Asia y África. India tendrá 404.000.000 habitantes urbanos nuevos, que se sumarán a los 292.000.000 de China y a los 212.000.000 de Nigeria

El éxito o el fracaso en la construcción de ciudades sostenibles es uno de los más espinosos retos de los próximos 15 años, pues para 2030 la población urbana ya será de 5.000 millones.
Y, según las proyecciones actuales, 2.000 millones de esas personas vivirán por debajo del umbral de la pobreza.
Hay muchos ejemplos de cómo la nueva forma de pensar del Sur global ofrecen mejores maneras de abordar asuntos difíciles.
He aquí uno, que me gusta mucho:
Hace poco más de una década, a un arquitecto chileno visionario, Alejandro Aravena, le presentaron un problema.
Se trataba de un terreno de media hectárea en el centro de la ciudad de Iquique en Chile que tenía que ser rehabilitado.
Pero ahí vivían cien familias, que lo habían ocupado ilegalmente durante 30 años.
La solución estándar a los tugurios y a la vivienda social, cuando se tornan problemáticos, es destruirlos y trasladar a la gente a lugares fuera de la ciudad, donde a menudo no hay empleos ni transporte ni servicio ni asistencia.
y Aravena tenía un presupuesto de US$7.500 por familia para comprar la tierra y proveer la infraestructura y arquitectura básica.
Si hubiera construido casas en el medio de Iquique, habría sido demasiado caro, y sólo habría podido acomodar a 30 familias.
Los rascacielos podrían haber sido la respuesta, pero en estos las familias no habrían podido expandir sus hogares a medida que crecían.

¿Y entonces?

Afortunadamente para esas familias, el lema de Aravena es:

Mientras más complejo el problema, mayor la necesidad de simplicidad»

GETTY 
Acudió a las familias mismas que, al fin y al cabo, habían construido los lugares en los que habían estado viviendo.

El resultado fue que no sólo el arquitecto y las familias unieron fuerzas, sino que se dividieron las tareas.
Se levantaron casas de clase media en el lugar para todas las familias, de manera que quedaron cerca del trabajo, las escuelas y los servicios públicos.
Pero la innovación fue que Aravena sólo les construyó la mitad de la casa, la parte más difícil: la estructura, el techo, la cocina y el baño. El resto quedó a cargo de cada familia.
Como él mismo dijo: «Nunca resolveremos el problema a menos de que utilicemos la capacidad de la gente misma de construir».

Innovación social verdadera

Chica con tablero
El modelo anterior ya no sirve así que todo está por escribirse, y el Sur ya empezó a hacerlo.

Aravena tornó la vivienda social de un costo en el presente a una inversión en el futuro.
Y ese modelo se ha puesto en marcha en al menos otras 13 ciudades en Chile y México.
Yo pienso que esto demuestra la importancia de lo que llamo «experimentación colaborativa», basada en la cooperación de Sur a Sur.
Creo que necesitamos más experimentación social, política y económica, en cambio de continuar siguiendo un sólo modelo.
Históricamente, el desarrollo ha dependido de exportar e imponer modelos que supuestamente ofrecen resultados conocidos como soluciones a los retos que enfrenta el Sur global.
Pero si enfocamos el futuro en una interpretación más amplia de la prosperidad humana, más que en el desarrollo económico basado en el crecimiento, tendremos que aceptar que las sociedades que florezcan en el futuro serán muy diversas pues los principios de la buena vida, la moralidad, los valores, así como las definiciones del éxito, bienestar y aspiración, serán muy distintos

Compartir el cielo

Article publicat a El País

La activista Naomi Klein alerta en su nuevo libro, ‘Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima’, sobre lo que puede suceder si no tomamos ya medidas contra el cambio climático. Ofrecemos aquí un extracto del capítulo dedicado a la polución atmosférica

Vista aérea de Shanghai cubierta por una bruma de contaminación. / ZIGOR ALDAMA
Durante mi primera visita a la reserva de los cheyenes del norte, se planteó con frecuencia la cuestión de cómo financiar la economíasaludable por la que los activistas anticarbón estaban luchando. Lynette Two Bulls (Dos Toros), que dirige una organización que enseña a los jóvenes cheyenes la historia de su tribu, me comentó que había oído hablar de algo realmente interesante que estaban haciendo en Ecuador. Se refería al llamamiento que habían hecho desde allí a la comunidad internacional pidiéndole que pagara una compensación al país a cambio de no extraer el petróleo del subsuelo de la selva de Yasuní para que el dinero así obtenido financiase programas sociales y una transición hacia energías limpias. Aquello parecía ser justamente lo que se necesitaba en su reserva y ella quería conocer más sobre aquella iniciativa. Si Ecuador podía recibir una compensación por mantener su petróleo en el subsuelo, entonces ¿por qué no podían ser compensados los cheyenes del norte por actuar igualmente como conservadores del carbono impidiendo la explotación de sus reservas de carbón?
Aquella era una muy buena pregunta y el paralelismo entre ambas situaciones era ciertamente llamativo. El parque nacional de Yasuní es una extraordinaria extensión de selva ecuatoriana en la que viven varias tribus indígenas y un número incalculable de animales raros y exóticos (basta con pensar que alberga casi tantas especies distintas de árboles en una hectárea como el total de especies arbóreas nativas del conjunto de América del Norte). Y bajo esa profusión de vida, yacen un total estimado de 850 millones de barriles de crudo, valorados en unos 7.000 millones de dólares. Consumir todo ese petróleo —y talar la parte correspondiente de selva para extraerlo— añadiría unos 547 millones de toneladas adicionales de dióxido de carbono a la atmósfera. Pero, claro está, las grandes petroleras quieren su parte de ese pastel.
Por eso, en 2006, la organización Acción Ecológica (la misma que había formado anteriormente una alianza con el movimiento contrario a la extracción petrolera en Nigeria) presentó una contrapropuesta: el Gobierno ecuatoriano debía acceder a no vender el petróleo, pero debía con- tar también para ello con el apoyo de la comunidad internacional, pues todos nos beneficiaríamos colectivamente de una medida que permitiría conservar la biodiversidad y evitar que se liberasen a la atmósfera que todos compartimos gases que calientan el planeta. En definitiva, Ecuador debía ser compensado parcialmente por los ingresos perdidos por no extraer ese petróleo. Tal como explicó entonces Esperanza Martínez, presidenta de Acción Ecológica, la «propuesta establece un precedente al basarse en el argumento de que los países deberían ser recompensados por no explotar su petróleo. […] Los fondos así reunidos serían usados para fomentar la transición energética [hacia las renovables] y podrían ser concebidos también como pagos por la deuda ecológica que el norte tiene contraída con el sur, y distribuidos democráticamente en los niveles local y global». Además, según ella misma escribió, seguramente «la manera más directa de reducir emisiones de dióxido de carbono es dejando los combustibles fósiles en el subsuelo, donde ya están».
El plan para Yasuní se fundamentaba en la premisa de que Ecuador, como todos los países en vías de desarrollo, no ha cobrado aún la deuda que le corresponde por la gran injusticia inherente al cambio climático; es decir, por el hecho de que los países ricos hayan usado ya para sí la mayor parte de la capacidad de la atmósfera para absorber CO2 dentro de unos niveles mínimamente seguros antes de que los países en desarrollo tuvieran la oportunidad de industrializarse. Y puesto que el mundo entero se beneficiaría de mantener ese carbono en el subsuelo (ya que esa medida contribuiría a estabilizar el clima global), no es justo esperar que Ecuador, un país pobre cuya población ha contribuido muy poco a crear la crisis climática actual, soporte la carga económica que le supone renunciar a esos petrodólares potenciales. Esa carga debería ser compartida con Ecuador por los países más industrializados, que son también los que más responsabilidad tienen por la escalada histórica en las concentraciones de carbono atmosférico. Por lo tanto, no se trata de un acto de beneficencia. Si los países ricos no quieren que otros, más pobres, salgan de la pobreza siguiendo el mismo camino «sucio» que siguieron ellos, corresponde a los Gobiernos del norte correr con buena parte de los gastos que eso supone.

plantación de trigo en Rumanía. / BOGDAN CRISTEL (REUTERS)
Esta, desde luego, es la lógica fundamental en la que se basan quienes defienden la existencia de una «deuda climática», que es el mismo argumento que la negociadora boliviana Angélica Navarro Llanos me había expuesto en Ginebra en 2009, y con el que me había ayudado a ver que el cambio climático podía ser un factor catalizador para atacar la desigualdad en su raíz misma: la base para un Plan Marshall para la Tierra. El cálculo matemático que justifica ese argumento es bastante simple. Como ya se ha comentado aquí, el cambio climático es el resultado de unas emisiones acumuladas: el dióxido de carbono que emitimos se queda en la atmósfera durante un tiempo aproximado de entre uno y dos siglos, y una parte del mismo permanece en el aire durante un milenio o incluso más tiempo. Y dado que el clima está cambiando como consecuencia de doscientos y pico años de emisiones acumuladas de ese tipo, los países que han estado propulsando sus economías a base de combustibles fósiles desde la Revolución Industrial han contribuido mucho más a que las temperaturas aumenten que aquellas otras naciones que se han incorporado al juego de la globalización desde hace apenas un par de décadas. Los países desarrollados, que representan menos del 20% de la población mundial, han emitido casi el 70% de toda la contaminación por gases de efecto invernadero que está desestabilizando actualmente el clima. (Estados Unidos, con menos del 5% de la población global, contribuye actualmente en torno al 14% del total mundial de emisiones carbónicas).
Y aunque algunos países en vías de desarrollo como China y la India arrojan grandes cantidades de dióxido de carbono a la atmósfera (cantidades que van rápidamente en aumento, además), no se los puede responsabilizar por igual del coste de la operación de limpieza pendiente, según el argumento de la deuda climática, porque han aportado solo una pequeña parte de la polución que, acumulada a lo largo de doscientos años, ha causado la crisis. Además, no todo el mundo necesita quemar carbono para la misma clase de fines. En la India, por ejemplo, unos 300 millones de habitantes no tienen aún acceso a la red eléctrica. ¿Le corresponde a ese país, entonces, el mismo grado de responsabilidad a la hora de recortar sus emisiones que, por ejemplo, a Gran Bretaña, que lleva acumulando riqueza y emitiendo niveles industriales de dióxido de carbono desde que James Watt presentó su exitosa máquina de vapor en 1776?

¿Le corresponde a un país en desarrollo el mismo grado de responsabilidad a la hora de recortar sus emisiones que a Gran Bretaña, que lleva acumulando riqueza y emitiendo niveles industriales de dióxido de carbono desde  1776?
Desde luego que no. Por eso 195 países (incluido Estados Unidos) han ratificado desde 1992 la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, un documento en el que se consagra el principio de la existencia de unas «responsabilidades comunes pero diferenciadas. Eso significa básicamente que todo el mundo tiene la responsabilidad de participar en la solución al problema del clima, pero que los países que hayan emitido más a lo largo del pasado siglo deben ser los primeros en reducir sus emisiones y deben ayudar también a financiar el cambio hacia modelos de desarrollo limpio en otros países más pobres.
Pocos discuten que el de la deuda climática es un argumento que tiene la justicia y el derecho internacional de su parte. Aun así, la iniciativa lanzada desde Ecuador para poner ese principio en práctica en su selva ha topado con tremendas dificultades que muy posiblemente la condenarán al fracaso. Una vez más, tener la razón y tener el derecho no bastarán para cambiar la actitud de los ricos y los poderosos.
En 2007, el Gobierno de centro-izquierda de Rafael Correa hizo suya la propuesta sobre Yasuní y la defendió (aunque brevemente) en la escena internacional. Dentro de Ecuador, la iniciativa Yasuní-ITT, como se conoce allí ese plan (por las iniciales de los codiciados yacimientos de Ish- pingo, Tambococha y Tiputini, situados dentro del parque), se convirtió en una llamada a la movilización popular en torno a una idea de desarrollo económico real que no obligaría a sacrificar una de las partes más queridas y valoradas del país. Según un sondeo de opinión de 2011, un 83% de los ecuatorianos estaba a favor de que no se extrajera el petróleo del subsuelo de Yasuní, cuando en 2008 quienes opinaban así representaban solo un 41% de la población, lo cual indica con qué rapidez un proyecto transformador puede cautivar la imaginación popular. Pero las contribuciones procedentes de los países desarrollados para ese fin se hicieron esperar demasiado (solo 13 millones de dólares recaudados de un objetivo total estipulado en torno a los 3.600 millones) y, en 2013, Correa anunció que iba a autorizar el inicio de las perforaciones petrolíferas en la zona.
De todos modos, los partidarios locales del plan no se han rendido todavía y la marcha atrás dada por Correa ha abierto un nuevo frente para Blockadia. Los manifestantes y activistas que se oponen a las perforaciones han sufrido ya arrestos y los impactos de los proyectiles de goma, y es probable que, si no se llega a una solución política, los miembros de los grupos indígenas terminen resistiéndose con sus propios cuerpos a la extracción en sus tierras. Mientras tanto, en abril de 2014, una coalición de diversas ONG y asociaciones de ciudadanos recogió más de 750.000 firmas solicitando que la cuestión se sometiera a un referéndum nacional (en el momento de la publicación del presente libro, parecía que Correa estaba decidido a bloquear esa votación y a que prosiguieran las perforaciones). Tal como Kevin Koenig, director del programa de Amazon Watch para Ecuador, escribió en el New York Times, «aunque al Gobierno habrá que pedirle también responsabilidades», la culpa de todo esto no es únicamente de Correa. «Que la iniciativa Yasuní-ITT naciera ya muerta es un fracaso compartido».
Este revés es, además, una especie de microcosmos del fracaso en general de las negociaciones internacionales sobre el clima, que se han estancado una y otra vez en torno a la cuestión central de si la acción climática debería reflejar de algún modo la historia del qué y quiénes han creado la crisis. ¿La consecuencia de todo ello? Las emisiones continúan disparándose muy por encima de niveles mínimamente seguros y todo el mundo sale perdiendo, pero los más pobres son quienes primero (y más) pierden.

Leshan, en la provincia china de Sichuan, donde esta imagen de contaminación ya se ha convertido en lo habitual. Lo raro es ver el sol. / ZIGOR ALDAMA
Ya no podemos, pues, darnos más por vencidos a la hora de buscar y aplicar soluciones reales como la primera (y ciertamente imaginativa) que se propuso para salvar Yasuní. Como con el caso de los derechos indígenas sobre sus tierras, si los Gobiernos no están dispuestos a estar a la altura de sus responsabilidades nacionales e internacionales, entonces tendrán que ser los movimientos populares quienes intervengan para llenar ese vacío de liderazgo y para dar con métodos e ideas que cambien la actual ecuación de poder.
Como de costumbre, la derecha entiende mejor esto que la izquierda y, por ello, la tropa del negacionismo climático se dedica sistemáticamente a denunciar que lo del calentamiento global es una conspiración socialista para redistribuir riqueza (a Chris Horner, socio principal del Compe- titive Enterprise Institute, le gusta decir que los países ricos están siendo «extorsionados» por los pobres). La deuda climática no es ninguna extorsión, pero el cambio climático, si se afronta de lleno y verdaderamente en serio, suscita temas ciertamente espinosos en referencia a lo que los habitantes del mundo rico debemos a los países situados actualmente en los frentes de batalla de una crisis que ellos bien poco contribuyeron a crear. Al mismo tiempo, a medida que las élites de países como China y la India se van volviendo cada vez más derrochadoras, tanto en su consumo como en sus emisiones, las categorías tradicionales de diferenciación entre norte y sur van perdiendo su anterior estanquidad y empiezan a plantearse interrogantes igualmente peliagudos a propósito de las responsabilidades de los ricos y de los derechos de los pobres sea cual sea el país o el lugar del mundo en el que vivan esos ricos y esos pobres. Y es que si no afrontamos todas estas cuestiones, no podremos albergar ninguna esperanza de poner esas emisiones bajo control allí donde más trascendental será que lo estén.
Como ya hemos visto, las emisiones en América del Norte y Europa tienen todavía que reducirse considerablemente, pero, gracias en gran medida a la externalización y la deslocalización de la producción industrial que la actual era de liberalización comercial ha hecho posible, han dejado básicamente de aumentar. Ahora son las economías en vías de desarrollo del Sur Global —con China, la India, Brasil y Sudáfrica a la cabeza— las principlaes responsables del fuerte ascenso de las emisiones en los últimos años y de que estemos acercándonos velozmente a puntos de inflexión decisivos mucho antes de lo esperado.

Las emisiones continúan disparándose muy por encima de niveles mínimamente seguros y todo el mundo sale perdiendo, pero los más pobres son quienes más pierden
La razón de este desplazamiento de la fuente principal de las emisiones tiene mucho que ver con la espectacular eficacia con la que las grandes empresas multinacionales han conseguido globalizar el modelo económico basado en el consumo elevado del que fueran precursores los países occidentales ricos. El problema es que la atmósfera ya no puede soportar más. Tal como explicaba en una reciente entrevista la física atmosférica y experta en mitigación Alice Bows-Larkin, «el número de personas que vivieron directamente la industrialización la primera vez es como una gota en medio del océano comparado con el número de personas que están viviendo directamente la industrialización en estos momentos». Y si el consumo energético de China y la India termina imitando el modelo estadounidense, «acabaremos todos sumergidos bajo más de un metro de agua», por citar las palabras que el propio presidente Obama pronunció al respecto a finales de 2013.
La cierto es que no seremos nosotros quienes perderemos o venceremos la verdadera batalla en este terreno. Esta es una lección de humildad que las culturas acostumbradas a asumir que nuestras acciones determinan el destino del mundo tenemos que aprender. Quienes de verdad la vencerán o la perderán son aquellos movimientos del Sur Global que están librando sus propias luchas desde la órbita de Blockadia y que reclaman sus propias revoluciones en pos de la energía limpia, sus propios empleos verdes, y el mantenimiento de sus propias reservas de carbono en el subsuelo, donde están ahora. Y que se enfrentan a fuerzas poderosas dentro de sus propios países, unas fuerzas que insisten en que ahora «les toca» a esos Estados contaminar para alcanzar su propia prosperidad y en que no hay nada que importe más que el crecimiento económico. De hecho, muchos gobiernos del Sur Global, escudándose en que sería flagrantemente injusto esperar que fuesen los países en vías de desarrollo quienes soportasen el grueso del esfuerzo que corresponde al conjunto de la humanidad para evitar la catástrofe climática, han eludido hasta el momento sus propias responsabilidades.

Industria altamente contaminante y centrales térmicas anticuadas, como estas de la ciudad de Hailar, en la frontera con Rusia, están en el origen de gran parte de los males medioambientales de China. / ZIGOR ALDAMA
Por ese motivo, si aceptamos las pruebas científicas que nos indican que necesitamos actuar rápido para impedir un cambio climático de proporciones catastróficas, es lógico que centremos nuestra acción allí donde pueda tener una mayor repercusión. Y ese «allí» es claramente el Sur Global. Por citar solamente un ejemplo: aproximadamente un tercio de todas las emisiones de gases de efecto invernadero proceden de los edificios (concretamente, de calentarlos, enfriarlos e iluminarlos). Está previsto que el parque de viviendas en la región del Pacífico asiático crezca en un espectacular 47% desde ahora hasta 2021, y que, al mismo tiempo, se mantenga relativamente estable en el mundo desarrollado. Eso significa que, si bien aumentar la eficiencia energética de los edificios existentes es importante con independencia del lugar donde vivamos, nada importa más en ese terreno que ayudar a garantizar que las nuevas edificaciones en Asia se construyan cumpliendo con los criterios más exigentes de eficiencia, porque, si no, estamos condenados todos (el norte, el sur, el este y eloeste) a sufrir las consecuencias de un crecimiento catastrófico de las emisiones.

Inclinar la balanza

De todos modos, es mucho lo que se puede hacer también en el norte industrializado para ayudar a inclinar la balanza de fuerzas hacia un modelo de desarrollo que no descanse sobre el crecimiento sin fin ni sobre los combustibles sucios. Luchar contra la instalación de oleoductos y de terminales para la exportación desde donde se enviarían grandes cantidades de combustibles fósiles hacia Asia es uno de los ingredientes del cóctel mundial del activismo climático. También lo es la lucha contra la aprobación de nuevos acuerdos de liberalización comercial internacional, o poner freno a nuestro exceso de consumo unido a una «relocalización» sensata de nuestras economías, ya que gran parte del carbono que se quema en la industria china es para fabricar muchas de esas cosas inútiles que nosotros compramos.
Pero la más potente palanca que nos permitirá activar el cambio en el Sur Global es la misma que también se necesita en el Norte Global. Me refiero al surgimiento de alternativas positivas, prácticas y concretas al de- sarrollo sucio que no obliguen a los habitantes locales a escoger entre mejores niveles de vida y extracción tóxica. Porque, si el carbón sucio va a ser la única solución que los habitantes de la India tengan a su alcance para hacer llegar la luz eléctrica a sus casas, será así como generarán su electricidad. Y si el transporte público es un desastre en Delhi, cada vez más personas seguirán optando por desplazarse en sus automóviles privados en esa ciudad (como en otras).
Y existen alternativas. Existen modelos de desarrollo que no requieren de una estratificación acusada de la riqueza, ni de trágicas pérdidas culturales, ni de procesos de devastación ecológica. Como en el caso de Yasuní, hay movimientos en el Sur Global que están luchando con denuedo por impulsar esos modelos alternativos de desarrollo: políticas que harían llegar la electricidad a un gran número de personas mediante energías renovables descentralizadas y que revolucionarían el tráfico urbano para que el transporte público fuese mucho más deseable que los coches particulares (de hecho, como ya se ha comentado, en Brasil ha habido incluso disturbios reclamando la gratuidad del transporte público). Una propuesta que recibe una atención cada vez mayor es la de la implantación de una «tarifa global de introducción» mediante la creación de
un fondo (administrado internacionalmente) de apoyo a las transiciones hacia las energías limpias en cualquier lugar del mundo en vías de desarrollo. Los arquitectos de este plan —el economista Tariq Banuri y el experto en clima Niclas Hällström— calculan que, con una inversión anual de unos 100.000 millones de dólares durante entre 10 y 14 años «podría conseguirse que 1.500 millones de personas accedieran por fin a la energía eléctrica, al tiempo que se darían una serie de pasos decisivos hacia un futuro de energías renovables a tiempo de impedir que todas nuestras socie- dades sufran una catástrofe climática».
Sunita Narain, directora general de una de las organizaciones ecologistas más influyentes de la India, el Centre for Science and Environment (con sede en Nueva Delhi), recalca que la solución no pasa por que el mundo rico contraiga sus economías permitiendo al mismo tiempo que el mundo en desarrollo contamine desaforadamente para alcanzar su propia prosperidad (suponiendo que eso fuera posible), sino por que los países en vías de desarrollo se «desarrollen de un modo diferente. No queremos contaminar primero y limpiar después. Así que necesitamos dinero y necesitamos tecnología para poder hacer las cosas de manera distinta». Y eso significa que el mundo rico debe saldar sus deudas climáticas.

Cascotes de hielo desrritiéndose en Groenlandia en 2009. / NICK COBBING (GREENPEACE)
Aun así, financiar una transición justa en esas economías que hoy se desarrollan a gran velocidad no ha sido nunca una prioridad de los activistas del norte. De hecho, muchas de las grandes organizaciones del ecologismo convencional en Estados Unidos consideran que el concepto mismo de «deuda climática» es una idea tóxica desde el punto de vista político, ya que, a diferencia de otros argumentos más típicos (como el de la «seguridad energética» o los «empleos verdes») —que presentan la acción climática como una carrera contrarreloj que los propios países ricos pueden ganar por su cuenta—, obliga a poner el énfasis en la importancia de la cooperación y la solidaridad internacionales.
Sunita Narain oye a menudo esa clase de objeciones. «Siempre me dicen (mis amigos estadounidenses, sobre todo) que […] el de las responsabilidades históricas es un tema del que no deberíamos hablar. Que ‘lo que mis antepasados hicieron no es responsabilidad mía’, se justifican». Pero, como me comentó en una entrevista, esa tesis pasa por alto el hecho de que aquellas acciones pasadas influyen directamente hoy en por qué unos países son ricos y otros, pobres. «Vuestra riqueza actual guarda relación con cómo la sociedad ha explotado la naturaleza y la ha sobreexplotado. Esa es una deuda que hay que pagar. Esas son las cuestiones de responsabilidad histórica que tenemos que afrontar».
Estos debates guardan una gran similitud, claro está, con otras batallas en torno a la exigencia de reparaciones por daños pasados. En América Latina, por ejemplo, los economistas progresistas llevan mucho tiempo argumentando que las potencias occidentales tienen una «deuda ecológica» de siglos por la confiscación colonial de tierras y la extracción de recursos, y diversos Gobiernos nacionales de África y el Caribe han apelado en ocasiones concretas (entre las que destaca la Conferencia Mundial contra el Racismo celebrada en Durban, Sudáfrica, en 2001) a las reparaciones que se les debe por el tráfico transatlántico de esclavos. Tras haberse desvanecido un tanto tras la mencionada conferencia de Durban, esas reivindicaciones volvieron a ser noticia en 2013, cuando catorce naciones caribeñas se unieron para presentar una reclamación formal de reparaciones contra Gran Bretaña, Francia, los Países Bajos y otros países europeos que participaron en el comercio de esclavos. «Nuestro esfuerzo y nuestra búsqueda constantes de recursos para nuestro desarrollo están conectados directamente con la incapacidad histórica de nuestras naciones para acumular riqueza por culpa de los esfuerzos exigidos a nuestros pueblos durante los periodos de la esclavitud y el colonialismo», declaró Baldwin Spencer, primer ministro de Antigua y Barbuda en julio de 2013. Aquellas reparaciones tenían por objetivo, según dijo, romper las cadenas de la dependencia de una vez por todas.
El mundo rico hace caso omiso de esas reivindicaciones, que le parecen sacadas poco menos que de la prehistoria, y las trata con un desdén parecido al que el Gobierno estadounidense aplica a las peticiones de reparaciones que periódicamente lanza la comunidad afroamericana por haber sufrido la lacra de la esclavitud (peticiones y llamamientos que, en la primavera de 2014, se hicieron claramente más audibles gracias a la rompedora labor periodística de Ta-Nehisi Coates para la revista The Atlantic, con la que nuevamente se ha reavivado ese debate). Pero el argumento que justifica la existencia de una deuda climática es un poco diferente. Podemos debatir sobre el legado del colonialismo y podemos discutir largo y tendido sobre cuánto ha influido la esclavitud en el subdesarrollo contemporáneo. Pero los datos científicos sobre el cambio climático y sus conclusiones no dejan mucho margen para el desacuerdo. El carbono deja un rastro inconfundible tras de sí, que vemos hoy grabado en los corales y en las muestras de hielo. Podemos medir con precisión cuánto carbono podemos emitir colectivamente a la atmósfera y quién ha consumido qué parte de ese presupuesto disponible total durante los últimos doscientos años.

Estados Unidos, con menos del 5% de la población global, contribuye actualmente en torno al 14% del total mundial de emisiones carbónicas
Ahora bien, no es menos cierto que todas esas deudas ocultadas e ignoradas no están separadas las unas de las otras, sino que se comprenden mejor cuando las vemos como capítulos distintos de un mismo relato sin solución de continuidad. Fue el mismo carbón que contribuye a calentar el planeta el que suministró energía a las fábricas textiles y a las refinerías de azúcar de Manchester y Londres que necesitaban abastecerse de cantidades crecientes de algodón en rama y de caña de azúcar de las colonias, cultivados y cosechados en su mayor parte por mano de obra esclava. Eric Williams, historiador fallecido hace años y primer político que ejerció el cargo de primer ministro en la Trinidad recién independizada, formuló el conocido argumento de que la esclavitud subvencionó directamente el crecimiento de la industrialización en Inglaterra, un proceso que ahora sabemos que condujo inextricablemente al cambio climático. Los detalles de esas tesis de Williams han sido objeto de un acalorado debate durante décadas, pero su obra recibió un espaldarazo adicional en 2013, cuando un grupo de investigadores del University College de Londres publicó una base de datos con información sobre las identidades y las finanzas de los dueños británicos de esclavos a mediados del siglo XIX.
El proyecto de investigación que originó la mencionada base de datos estaba dedicado a explorar las circunstancias y las consecuencias relacionadas con el hecho de que, cuando el Parlamento británico votó a favor de la abolición de la esclavitud en las colonias de la Corona en 1833, se comprometió también a compensar a los dueños británicos de esclavos por las pérdidas en propiedades humanas que aquella medida les acarrearía: una especie de reparación «al revés» para los perpetradores de la esclavitud en vez de para sus víctimas. La compensación prometida se tradujo finalmente en pagos que ascendieron a un total de 20 millones de libras, una cifra que, segúnThe Independent, «representaba la friolera del 40 % del presupuesto de gastos anuales de la Hacienda pública británica, lo que, en términos actuales, calculado en función del valor de los salarios, equivaldría a unos 16.500 millones de libras». Gran parte de ese dinero fue a parar directamente a la inversión en infraestructuras (desde fábricas hasta redes de ferrocarril y barcos de vapor, alimentados todos ellos con carbón) de la Revolución Industrial, que para entonces iba viento en popa. Esas fueron, a su vez, las herramientas que auparon al colonialismo a un estadio sensiblemente más voraz, cuyas cicatrices son visibles aún hoy en día.
El carbón no creó una desigualdad estructural. De hecho, los buques que hicieron posible el comercio transatlántico de esclavos (y las primeras confiscaciones coloniales de tierras) se movían propulsados por el viento, y las primeras fábricas funcionaban gracias a la energía que les proporcionaban las norias de agua. Pero el carácter incesante y fácilmente previsible del carbón como fuente de energía sobrealimentó ese proceso y permitió que se extrajera fuerza de trabajo humana y recursos naturales a ritmos hasta entonces inimaginables, lo que puso los cimientos de la moderna economía global.
Y ahora sabemos que el robo no terminó en el momento en que se abolió la esclavitud, ni cuando se derrumbó por fin el proyecto colonial. De hecho, continúa aún, porque las emisiones de aquellos primeros buques de vapor y aquellas activas y estruendosas fábricas fueron el principio de la larga acumulación de carbono en la atmósfera. Así que otra forma de ver esta misma historia es considerar que, hace dos siglos, el carbón ayudó a las naciones occidentales a apropiarse deliberadamente de las vidas y las tierras de otras personas, y que, mediante sus emisiones (que no dejaban de acumularse en la atmósfera), ese mismo carbón (y, posteriormente, el petróleo y el gas) brindó a esas mismas naciones el medio con el que apropiarse inadvertidamente del cielo de sus descendientes también, al engullir la mayor parte de la capacidad de nuestra atmósfera común para absorber carbono dentro de unos niveles mínimamente seguros.

Una fábrica de fertilizantes en Calcuta. / AHMAD MASOOD (REUTERS)
Como consecuencia directa de estos siglos de robos en serie —de tierras, de fuerza de trabajo y de capacidad atmosférica—, los países en vías de desarrollo están hoy atrapados entre los efectos del calentamiento global, que son más graves aún por la persistente pobreza que aquellos padecen, y su necesidad de paliar esa pobreza. Y no hay vía más barata ni fácil para conseguir esto último en el sistema económico actual que consumiendo mucho más carbono, lo que empeora sensiblemente la crisis climática. No pueden romper ese círculo vicioso sin ayuda, y esa ayuda solo puede venir de los países y las grandes empresas que se enriquecieron —en buena medida— como resultado de todas esas apropiaciones ilegítimas.
La diferencia entre esta reclamación de reparaciones y otras anteriores de parecida índole no es que esta esté más justificada, sino que no descansa exclusivamente sobre razones éticas y morales. Los países ricos no solo tienen que ayudar al Sur Global a encaminarse por una senda económica de bajas emisiones porque eso sea lo correcto, sino que necesitamos hacerlo así porque de ello depende nuestra supervivencia colectiva.
Al mismo tiempo, es preciso que consensuemos que el hecho de haber sufrido agravios en el pasado no otorga automáticamente a ningún país el derecho a repetir ese mismo crimen a una escala mayor todavía. Igual que haber padecido una violación no concede a nadie el derecho a violar, ni haber sufrido un atraco el derecho a atracar, el hecho de que alguien se viera privado en su momento de la oportunidad de saturar la atmósfera de polución no lo legitima para saturarla en la actualidad. Sobre todo, porque los contaminadores de hoy en día ya no desconocen las implicaciones catastróficas de esa contaminación como las desconocían los promotores de la primera Revolución Industrial.
Así que debemos encontrar una vía intermedia. Por suerte, un grupo de investigadores del laboratorio de ideas EcoEquity y del Instituto de Medio Ambiente de Estocolmo han intentado hallar una, y han elaborado un detallado e innovador modelo de cuál podría ser un método rigurosamente equitativo de reducción de emisiones a escala global. Bautizado como el marco de los Derechos de Desarrollo Invernadero, se trata de un intento de reflejar mejor esta nueva realidad en la que la riqueza y las fuentes de contaminación carbónica se desplazan progresivamente hacia el mundo en vías de desarrollo, y de proteger con firmeza al mismo tiempo el derecho al desarrollo sostenible y de reconocer la mayor responsabilidad de Occidente por las emisiones ya acumuladas. Un enfoque así, creen sus autores, es justamente lo que se necesita para romper el círculo vicioso climático, ya que permite abordar «las inmensas desigualdades existentes no solo entre países, sino también en el interior de cada uno de ellos». Los países del norte tendrían así garantías de que los países ricos del Sur Global contribuyen a la parte que les corresponde (ahora y en el futuro) al tiempo que se salvaguarda adecuadamente para los pobres lo que queda de la capacidad atmosférica comunal.

Los países desarrollados, que representan menos del 20% de la población mundial, han emitido casi el 70% de toda la contaminación por gases de efecto invernadero
Teniendo esto en cuenta, la cuota de la carga de la reducción de emisiones carbónicas globales que corresponde equitativamente a cada país viene determinada por dos factores clave: la responsabilidad que esa nación haya tenido en las emisiones que ya se han producido a lo largo de la historia y su capacidad para contribuir al esfuerzo colectivo, basada en el nivel de desarrollo nacional. Por poner un ejemplo, la cuota de la reducción de las emisiones globales que se necesitaría de un país como Estados Unidos para no más allá del fin de la presente década podría estar en torno al 30% (la mayor de todos los Estados). Pero no toda esa reducción tendría que efectuarse dentro del propio país, una parte podría cumplirse financiando y apoyando la transición hacia vías de desarrollo bajas en carbono en el sur. Y según los investigadores que proponen este método, una vez estuviera claramente definida y cuantificada la cuota de la carga global que corresponde a cada nación, ya no habría necesidad alguna de recurrir a mecanismos de mercado (ineficaces y fáciles de adulterar) como el comercio de derechos de emisiones de carbono.
En un momento como el actual, en el que los Estados ricos juegan la carta de la austeridad y recortan drásticamente los servicios sociales para su propia población, puede parecer que pedir a esos Gobiernos que suscriban esa clase de compromisos internacionales es una causa perdida. Si apenas dedicamos ya recursos a la ayuda exterior más tradicional, menos aún los dedicaremos a un nuevo y ambicioso método basado en la justicia global, pensarán muchos. Pero los países del norte tienen ya a su disposición abundantes maneras asequibles de comenzar a saldar sus deudas climáticas sin necesidad de arruinarse en el intento: desde condonar a los países en vías de desarrollo la deuda externa a cambio de una decidida acción climática de su parte, hasta una relajación de las patentes sobre las energías verdes y unas mayores facilidades para la transferencia de los conocimientos técnicos asociados.
Además, el contribuyente corriente no tiene por qué ser quien cubra la mayor parte del coste de esas acciones, pues estas pueden (y deben) ser costeadas por las empresas que mayor responsabilidad han tenido a la hora de llevarnos a esta crisis climática. Para ello, se podría poner en práctica un cóctel de políticas que incluyera cualquiera de las medidas ya comentadas en el apartado Quien contamina paga: desde un impuesto sobre las transacciones financieras hasta la eliminación de las subvenciones a las compañías productoras de combustibles fósiles.
Lo que no podemos esperar es que las personas a quienes menor responsabilidad cabe atribuir por la crisis actual vayan a pagar toda la factura (o siquiera la mayor parte de la misma), porque con eso solo garantizaríamos que terminen yendo a parar a nuestra atmósfera común cantidades catastróficas de carbono. Al igual que el llamamiento a respetar los tratados y otros acuerdos para compartir la tierra con los pueblos indígenas que suscribimos en su momento, el cambio climático nos obliga también a comprobar cómo unas injusticias que muchos creían enterradas para siempre en el pasado están incidiendo en nuestra vulnerabilidad compartida al colapso climático global.
Ahora que muchas de las mayores reservas inaprovechadas de carbono yacen en el subsuelo de territorios controlados por algunos de los pueblos más pobres del planeta, y que las emisiones aumentan más rápidamente en las que, hasta fecha reciente, eran algunas de las zonas más desfavorecidas del mundo, no queda ya ninguna salida creíble hacia delante que no pase por enmendar las verdaderas raíces de la pobreza.
Naomi Klein (Montreal, 1970), autora del bestseller antiglobalización No Logo, publica en España con la editorial Paídos Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima.