Eliminemos el dinero (en metálico)

Article publicat a Nada Es Gratis

11-09-2016 

Ha llegado el momento de eliminar el dinero en metálico. Es una institución anticuada, casi barbárica, con serias consecuencias negativas para el bienestar de todos. Y eliminarlo no solo es factible, es sencillo. De entre todas las medidas de política económica que los países occidentales pueden adoptar en estos momentos, no existe ninguna otra con unos retornos tan altos.
Los motivos para eliminar el dinero en metálico (tanto monedas como billetes) son claros. Los podemos dividir en dos, que de manera un tanto imprecisa llamaré macro y micro. Empiezo con los motivos macro.
Las economías de mercado precisan de un mecanismo para realizar transacciones. Estoy escribiendo estas líneas unos minutos después de haberme comprado un bocadillo. Dudo que el dueño de la tienda que me lo vendió estuviese interesado en una clase de macroeconomía. A la vez, es probable que yo valore poco lo que los estudiantes de mi clase en Penn puedan darme a cambio de poder sentarse en mi asignatura. Este problema de doble coincidencia de deseos identificado con claridad por William Stevens Jevons se soluciona de manera simple y elegante con una ficha de intercambio: un estudiante me entrega esa ficha como pago a mis servicios y yo, a su vez, la cambio por un bocadillo. Si los agentes en una sociedad nos coordinamos en aceptar tales fichas, que podemos llamar dinero, alcanzaremos un nivel de actividad económica más alto que, por ejemplo, el que tendríamos con un sistema de trueque. Y, aunque existen otros mecanismos teóricamente equivalentes (basados en crédito o en el intercambio de favores), en la práctica el uso de fichas es más robusto a problemas como riesgo de incumplimiento de créditos o crecimiento de la red de pagos.
Las sociedades pronto descubrieron las ventajas de emplear dinero. Primero las fichas se fabricaron de metales preciosos, como el oro o la plata. Aunque llevó bastante tiempo darnos cuenta de ello (y avances tecnológicos como la capacidad de fabricar papel barato y duradero), hace unas décadas nos percatamos que tal uso era un despilfarro. El oro o la plata son costosos de obtener y pueden ser empleados para otras finalidades, como joyas o la industria. Las fichas que llegaron después, y que son las que utilizamos a diario, fueron la deuda pública al portador con cupón cero y con valor intrínseco cero. Pues nada más que eso es el billete de 10 euros que tiene usted en su cartera. Es deuda pública pues sirve para pagar impuestos: cuando le toca liquidar sus obligaciones tributarias con Hacienda, uno envía euros, no leche o carbón. Es al portador pues no acarrea identificación alguna. Es de cupón cero, pues cuando es puesta en circulación, lo es por un valor nominal de 10 euros y es redimida, no importa cuando, por una obligación tributaria de 10 euros. Con valor intrínseco cero porque no se puede emplear ni como hoja de borrador. Pero, por su gran liquidez (es al portador, en pequeñas denominaciones y prácticamente todo el mundo tiene obligaciones tributarias o comercia con alguien con obligaciones tributarias), los billetes y monedas emitidos por los gobiernos o los depósitos denominados en los mismos se han convertido en los medios de pago más habituales (en esta entrada hablo de muchas de estas ideas en más detalle).
Pensar acerca del dinero en efectivo como deuda pública al portador con cupón cero tiene muchísimas ventajas. Las que nos importa hoy es que el cupón cero fija una cota inferior al tipo de interés (neto) nominal. Un agente jamás invertirá en un activo que tenga un retorno neto mucho menor de cero. Más lejos de unos cuantos puntos básicos aceptados por la comodidad de que un tercero te guarde la inversión (por ejemplo, en un bono nominativo más difícil de ser robado), nadie aceptará entrar en contratos que ofrezcan un retorno menor que el acumular dinero en efectivo en un cajón.
Pero esta cota inferior de los tipos de interés nominales crea un problema tremendo en las economías de mercado. El mercado clave para que las mismas funcionen correctamente a lo largo del tiempo es el mercado de ahorro. El tipo de interés real que vacía tal mercado cuando la economía emplea adecuadamente sus recursos puede ser negativo y el que el tipo de interés nominal no pueda ser menor que cero dificulta alcanzar tal objetivo de tipo de interés real (recuerde que el tipo de interés real es el nominal menos la inflación).
A mucha gente le sorprende la idea de un tipo de interés real negativo. Pero tal sorpresa es consecuencia de no haber pensado en detalle lo que significa un intercambio intertemporal. Imaginémonos que somos un grupo de niños en el colegio a los que nos dan helado de postre en el comedor todos los viernes. Si yo hoy tengo más helado del que quiero comer (hoy he tenido suerte y la bola que me ha tocado era muy grande) y le ofrezco a mi compañero intercambiarle una unidad de helado hoy por una cantidad de helado <span class="MathJax" data-mathml="x» id=»MathJax-Element-1-Frame» role=»presentation» style=»position: relative;» tabindex=»0″>x

el viernes que viene, esta cantidad <span class="MathJax" data-mathml="x» id=»MathJax-Element-2-Frame» role=»presentation» style=»position: relative;» tabindex=»0″>x puede ser menor que 1 (le doy hoy media bola pero mi compañero me devuelve el viernes que viene solo 0.33 bolas), exactamente igual que 1 (media bola por media bola) o más de 1 (media bola por 0.66 bolas). Si por ejemplo, hoy nos han dado a todos bolas grandes (la persona haciéndolas es bien simpática) pero sabemos que la semana que viene tendremos bolas pequeñas (la persona que estará en el comedor en 7 días es una antipática), lo más probable es que el mercado de intercambio temporal de bolas de helado en nuestro colegio se vacíe con <span class="MathJax" data-mathml="x» id=»MathJax-Element-3-Frame» role=»presentation» style=»position: relative;» tabindex=»0″>x menor que 1. Una <span class="MathJax" data-mathml="x» id=»MathJax-Element-4-Frame» role=»presentation» style=»position: relative;» tabindex=»0″>x menor que 1 es un tipo de interés real negativo.
Los economistas identificamos dos mecanismos determinando esta <span class="MathJax" data-mathml="x» id=»MathJax-Element-5-Frame» role=»presentation» style=»position: relative;» tabindex=»0″>x

(más detalles en esta entrada). Uno, la que llamamos la tasa de descuento. Todo lo demás igual, los niños prefieren el helado hoy al helado el viernes que viene (cuando uno tiene 8 años una semana es una eternidad). La segunda es el cambio en las utilidades marginales del consumo (cuanto helado hay hoy en comparación con el viernes siguiente). Aunque normalmente el primer mecanismo domina (por eso los tipos de interés reales tienen a ser positivos), de vez en cuando el segundo puede inducir un tipo de interés real negativo. Eso es lo que nos pasa hoy en el mundo. Hay muchos niños con bolas de helado más grandes dada el hambre que tienen (los Chinos, los Alemanes, los Japoneses) y pocos niños con ganas de comer hoy mucho helado (poca demanda de inversión en bienes de capital en Estados Unidos y Europa por muchos motivos). Total, que la única manera que el mercado de bolas de helado se vacíe correctamente es con valores menores de 1.
El lector atento se habrá dado cuenta que en este mercado de bolas de helado las transacciones se realizan por trueque intertemporal y no hay dinero. Para hacer el ejemplo más realista (y reflejar la experiencia de cómo funcionaba el mercado de bolas de helado en nuestros colegios), imaginémonos que el intercambio se hace por cromos de la liga de futbol. Yo te doy hoy la mitad de mi bola a cambio de 50 cromos y el viernes que viene te doy 45 cromos, 50 o 62, según el mercado determine por la mitad de tu bola (olvidémonos por un momento que había cromos más valiosos que otros y asumamos que, como era el caso para el 95% de los mismos, eran equivalentes). Los cromos de la liga de futbol son el dinero de esta “sociedad”. Su valor intrínseco era pequeño (¿de verdad a alguien le importaba el cromo del tercer portero del Sporting de Gijón excepto para terminar la colección?). Pero incluso los niños que ya habían completado el álbum aceptaban el pago en cromos (y para los cuales eran ya una ficha sin valor intrínseco alguno) porque sabían que los mismos podían ser intercambiados por otros bienes. La relación entre el precio de la bola de helado hoy (50 cromos) y en 7 días (55), nos da el tipo de interés real: -9% (redondeando, el número exacto es 50/55-1). Pero, como dinero, los cromos crean una cota inferior de los tipos de interés nominales: si yo tengo hoy un cromo, salvo pérdida o robo, mañana seguiré teniendo un cromo. Aunque puede darse el caso que el tipo de interés nominal sea positivo (te doy hoy 1 cromo y mañana me devuelves 2), asumamos que estamos en la cota cero (a fin de cuentas el compañero seguro que negará que le prestaste un cromo, con lo cual nadie entra en ese contrato).
Si los precios de las bolas de helado en términos de cromos son perfectamente flexibles, el que el tipo de interés nominal no pueda ser negativo no tiene importancia: el precio de las bolas de helado en cromos se ajusta de manera automática para reflejar el tipo de interés real negativo que vacía el mercado de ahorro. Una bola de helado cuesta hoy 50 cromos, el viernes que viene 55. Resultado: hemos implementado un tipo de interés real negativo del -9% en un mercado sin regulación alguna de un gobierno. De hecho emplear cromos como dinero se parece mucho a un patrón oro. Ir al quiosco de la esquina a comprar sobres de cromos es similar a sacar oro de una mina: una actividad costosa que limita la emisión de nuevas unidades de pago. Como el patrón oro, tiene fluctuaciones exógenas en el nivel de precios (como cuando repartían de manera gratuita cromos a la salida del colegio). Y, de nuevo, como el oro, los cromos tienen un uso alternativo: pegarlos en el álbum.
El problema es que muchos precios en el mundo real no son perfectamente flexibles. La mayoría de nosotros tenemos sueldos que solo se ajustan una vez al año. Y el contrato con Movistar o el alquiler del piso solo se renuevan cada doce meses. Esto sería equivalente a unas bolas de helado que, por el motivo que fuera, solo pudieran cambiar de precio de manera paulatina. Por ejemplo, si el precio de una bola fue la semana pasada 50 cromos, esta semana solo puede subir hasta 52 cromos (quizás porque los niños se quejen en caso contrario que la otra parte es un abusica: “¡pero si la semana pasada era solo 50!”). El tipo de interés real ahora es -3.8% (50/52-1). Pero a ese tipo de interés real del -3.8% en vez del -9% induce a que los niños se comporten de manera más paciente. Hay muchos niños que prefieren “ahorrar” su bola de nieve (vendiéndola por cromos) y demasiado pocos que quieren “consumir” hoy bolas adicionales (comprándolas por cromos). Y mientras los niños intentan infructuosamente vaciar el mercado, las bolas se derriten sin que nadie las aproveche.
Esto es lo que pasa en las economías modernas: como los precios no son flexibles, no suben a la rapidez necesaria para conseguir que el tipo de interés nominal de cero se transforme en un tipo real suficientemente negativo. Con un tipo de interés real demasiado alto, mucha gente quiere ahorrar, no hay suficiente demanda y el nivel de actividad económica baja. Al bajar el nivel de actividad, cae el nivel de ahorro y el mercado de ahorro se vacía pero a un nivel ineficiente. Es más, al tener poca demanda, podemos entrar en una deflación, lo cual agrava el problema de los tipos de interés reales excesivamente altos. Como sociedad hemos perdido tontamente recursos valiosos.
La solución en el colegio vendría si el profesor pudiese “confiscar” cromos (por ejemplo, exigiendo a los niños que le entregasen 4 de cada 50 cromos al final de cada viernes y los niños no tener forma alguna de esconder los cromos). En un colegio donde los profesores dispusiesen de esta peculiar tecnología, el tipo de interés nominal de los cromos sería -8%: si tú me das 50 cromos por la bola de helado, el profesor me va a quitar 4, con lo cual solo me quedan 46. Recordemos que el mercado de bolas de helado se vacía a un nivel adecuado (ninguna bola se derrite) a un tipo de interés real de -9%. Con lo cual solo necesitamos una inflación del 1% para vaciar el mercado de ahorro al nivel correcto (-8%-1% = -9%). El precio de las bolas de helado solo tiene que subir la semana que viene de 50 a 51 cromos. Y esta modesta subida no genera acusaciones de abusica.
Eliminar el dinero en metálico es darle el poder al profesor (en este caso el banco central de cada país) de retirar cromos de la circulación. Por mucha tirria que seguro le tengan todos los chavales, el profesor, al retirar cromos mejora el bienestar de todos los niños. La clave es que el profesor puede atajar el problema de rigideces nominales creados por la concepción de abusicas (o cualquier otro motivo de rigideces nominales como contratos multiperíodos).
En el mundo actual, el BCE no puede bajar los tipos nominales muy por debajo de cero como consecuencia de la presencia de dinero en metálico y, en ausencia de inflación suficiente causada por las rigideces nominales, nos encontramos en un nivel de actividad inadecuada. En comparación, en un mundo sin dinero en metálico, el BCE podría haber reducido el tipo de interés nominal a -5% en 2010 y la eurozona habría empezado a crecer deprisa cinco años antes y con un mucho menor coste en términos de desempleo y producción perdida. ¡Ah, y sin partidos populistas creciendo al calor del paro y la frustración de muchos!
Es importante percatarse que los bancos centrales no han “creado” el tipo de interés real negativo. ¡Ya le gustaría a los banqueros centrales tener ese poder! El tipo de interés real es negativo por fuerzas como el ahorro de China o la falta de demanda de inversión en Estados Unidos que poco tienen que ver con lo que Janet Yellen pueda o no dejar de hacer (aquí me estoy refiriendo a los tipos a largo plazo; en tipos a corto el tema es un pelín más complicado pero irrelevante para esta entrada). El problema es que como sociedad, 1) al realizar transacciones financieras en una unidad nominal (el euro, el dólar, el yen); 2) existir rigideces de precios expresados en esa unidad nominal; y 3) tener una cota inferior de tipos de interés expresados en esa unidad nominal, de manera repetida (1929-1939, 2008-2016) nos “atascamos” en niveles de actividad insuficiente.
Eliminar el dinero de interés en efectivo afronta este dilema atacando una de las tres patas del problema, la cota inferior de los tipos de interés nominal. Es la pata más sencilla de resolver. Las otras dos son mucho más complejas. Dado que el gobierno es el emisor de la deuda pública que empleamos como dinero, el gobierno puede empezar a emitirla únicamente como apuntes electrónicos que podríamos transferir, por ejemplo, con tarjetas de crédito o débito (como las ya existentes) o con una simple app en el móvil. Y, después de un periodo de transición razonable, dejar de admitir el pago de impuestos con dinero en metálico (o depósitos basados en el mismo). La infraestructura social para saltar a un mundo sin dinero en metálico está prácticamente completa.
Esta reforma es además la manera de afrontar el problema de grandes recesiones periódicas que respeta de mejor manera la economía de mercado. Es una solución que intenta minimizar las consecuencias de las rigideces nominales causadas por los costes de transacción y acercar el funcionamiento de la economía de mercado a un ideal. Es más, se puede limitar la discrecionalidad del banco central estableciendo reglas monetarias estrictas. Al permitir tipos de interés negativos, estas reglas son más poderosas que las actuales y eliminan la necesidad de medidas de política monetaria no convencional más problemáticas. Las otras opciones de política es estas circunstancias, como una política fiscal expansiva (en nuestro ejemplo, el profesor llega al comedor y se come 10 bolas de helado, con lo cual no hay problema de que ninguna se derrita; en el mundo real: el déficit del estado ayuda a que el mercado de ahorro se vacíe al nivel adecuado absorbiendo el ahorro extra) otorga un papel mucho más grande al estado.
Este argumento anterior es importante porque son precisamente los defensores más convencidos (¿ingenuos?) de la economía de mercado los que más se oponen a la eliminación del dinero en metálico. Las alternativas que tales defensores pueden poner encima de la mesa (“liberalicemos la economía”, “hagamos que los precios sean más flexibles”) no funcionan para afrontar este problema (aunque sí que puedan servir para otros problemas). En una economía moderna nadie va a querer renegociar sus contratos de trabajo una vez cada día (o indiciarlos de alguna manera sofisticada) por el coste que tal labor supone siempre que la inflación se mantenga en niveles razonables. Y paradójicamente, pasar de tener poco flexibilidad a tener un poco más (pero sin llegar a la flexibilidad absoluta) empeora las cosas al hacer las deflaciones asociadas con episodios en la cota cero de los tipos de interés nominales más severas. Un defensor inteligente de la economía de mercado tiene que ser un defensor de la eliminación del dinero en metálico.
Los motivos micro para eliminar el dinero en metálico son bien conocidos. La mayoría del dinero en metálico se emplea para actividades ilegales (drogas, tráfico de armas, sobornos, fraude al fisco) y aunque existen alternativas al mismo (pagar en oro o diamantes) son más engorrosas. La mayoría de nosotros, gracias a las tarjetas de crédito y débito y los pagos por internet, ya empleamos muy poco dinero en metálico. Y en Escandinavia el uso es ya casi mínimo. Los billetes de 500 euros y de 100 dólares se emplean para cosas que no nos gustan como sociedad.
Pero a pesar de este reducido uso, la Reserva Federal sabe que yo siempre puede ir a mi banco y liquidar mi depósito en el mismo (los dólares electrónicos en reserva, que suponen el 99% de mi riqueza financiera) a cambio de dólares en metálico en billetes de 100 con un tipo de cambio de 1. Y esa posibilidad es la única necesaria para crear los problemas del dinero en metálico.
Existen detalles que requieren algo de cuidado. Los tres más importantes son la protección de la anonimidad (cuando tal anonimidad merezca protección), la integración de aquellas personas más desfavorecidas en la sociedad y de más edad para las cuales este salto final a una sociedad sin dinero en metálico puede ser costoso y la resistencia de la red de pagos electrónicos a caídas.
Para completar esta entrada, la semana que viene reseñaré The Curse of Cash, un excelente libro que Kenneth Rogoff acaba de publicar y en el que explica muchas de las ideas de esta entrada en mucho más detalle del que yo puedo suministrar en una entrada en el blog.
Pero mientras tanto, la lección es claro: eliminemos YA el dinero en metálico (en realidad esto lo llevo defendiendo desde hace bastante tiempo). Fácil, sencillo y útil.

Jesús Fernández-Villaverde

Jesús Fernández-Villaverde es Catedrático de Economía en la University of Pennsylvania e Investigador Afiliado del CEPR y del NBER. Antes de ello, obtuvo un doctorado en Economía por la University of Minnesota (2001) y ha sido Kenen Fellow en Princeton University y National Fellow de la Hoover Institution at Stanford University. Es miembro del consejo editorial de la International Economic Review. Sus campos de investigación son macroeconomía, econometría e historia económica. Su objetivo profesional en el largo plazo es encontrar alguna manera de poder dedicarse a esto de la economía desde Ribadesella, pero por el momento ha fracasado de manera absoluta en su empeño.

Los silencios sociales

Article publicat a El País 

Dos lecciones que cabe extraer de la crisis: la concesión de crédito no ayuda a vencer la desigualdad y no es posible la redistribucuón de la riqueza en un mundo globalizado

La imagen de los empleados de Lehman Brothers dejando la sede neoyorquina tras su quiebra en 2008 es uno de los símbolos de la Gran Recesión. / AFP
Para entender buena parte lo que ha sucedido durante los años de la Gran Recesión hay que tener en cuenta lo que se denominan “silencios sociales”. Son aquellos aspectos de la vida cotidiana que habitualmente se omiten o se ocultan, a pesar de ser tan importantes o más que aquellas cuestiones que son objeto del debate público. Muchas veces estos silencios son los que ayudan a reproducir un sistema y sus estructuras de poder a lo largo del tiempo.
La periodista del Financial Times Gillian Tett aplicó esta teoría de los silencios sociales al mundo de las finanzas, en el que es experta. Y la complementó con lo que denominó la trampa del silo: la existencia de compartimentos estancos que dificultan sacar consecuencias del conjunto de la realidad. Conectar los puntos que definen el perímetro de la cartografía social es cada vez más complicado.
Se pueden buscar dos ejemplos de lo que el economista norteamericano Mark Blyth ha calificado como “la mayor operación de engaño con señuelo de la historia moderna”. Son dos falacias: la consideración del crédito como factor de lucha contra la desigualdad; y la distribución de la riqueza y el poder en el seno de una misma clase social porque la globalización impide que se haga entre distintos grupos sociales.

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Aunque la desigualdad en el interior de los países haya crecido exponencialmente durante la crisis, ya estaba muy presente antes. Ha crecido sin parar desde los años ochenta del siglo pasado. Lo denunció, entre muchos otros, uno de los hombres más ricos del mundo, Warren Buffett, cuando escribió en 2011 un artículo en The New York Times, titulado Dejad de mimar a los ricos: “Mientras las clases media y baja luchan por nosotros en Afganistán, mientras los norteamericanos pelean por ganarse la vida, nosotros, los megarricos, continuamos teniendo exenciones fiscales extraordinarias”. Ya entonces el mapa cotidiano de las clases medias y bajas era de salarios prácticamente estancados, amén de una creciente precariedad laboral. Las diferencias entre unos y otros se trataron de compensar con el acceso masivo al crédito, en un tiempo en que los tipos de interés eran bastantes bajos. No ganamos mucho, pero nos podemos endeudar para comprar casa, coche e irnos de vacaciones. Precisamente la expansión de los préstamos bancarios a las familias de menos ingresos fue el origen de las hipotecas subprime (de alto riesgo) con el que arranca la crisis financiera del verano de 2007.
Los beneficios de esta forma de actuar —aumento del consumo, compra de viviendas, incremento del precio de las mismas, lo que hacía que las familias se sintieran más pudientes (el efecto riqueza), más empleo…— son inmediatos, en tanto que el pago de la inevitable factura se aplaza para el futuro. Pelotazo hacia adelante. Así se puso en marcha el ¡qué coman crédito!, que funcionó hasta que estalló la burbuja. El crédito como sustitutivo de una distribución más progresiva de la renta y la riqueza ha sido uno de los silencios sepulcrales de la Gran Recesión.

La redistribución solo se hace entre clases sociales, no entre unos grupos sociales y otros

Otro de ellos ha sido el de la distribución en las entrañas del mismo grupo social. Se ha instalado una verdad ideológica: no se puede distribuir desde el capital hacia el trabajo, desde los ricos hacia los pobres, porque las empresas y los ciudadanos ricos abandonan los países de altos impuestos hacia aquellos de gravámenes bajos o directamente hacia los paraísos fiscales, aprovechando la libertad de movimientos de capitales. La mayor parte de las reformas fiscales han reducido los impuestos al capital y han paliado o eliminado los impuestos del patrimonio (a lo que se posee, no a lo que se gana) y el de sucesiones y donaciones (a lo que se hereda). Las clases medias, ya suficientemente demediadas por la crisis, son las que padecen esas reformas fiscales y las reformas laborales que exigen dosis cada vez superiores de flexibilidad del mercado de trabajo.
En este contexto, los sindicatos y los trabajadores permanentes se convierten, a los ojos de los demás (exempleados que perdieron su puesto, jóvenes que lo buscan por primera vez pero no lo encuentran, mujeres que aún siendo menos jóvenes lo intentan por las dificultades económicas familiares, asalariados a tiempo parcial, trabajadores pobres que no llegan a fin de mes, falsos autónomos, becarios permanentes, etcétera), en defensores de los derechos adquiridos. ¿Cuántas veces se escucha que los jóvenes no pueden encontrar trabajo por culpa de los “privilegios” de los trabajadores fijos, o que los sindicatos sólo se preocupan de los intereses de estos? Se elimina lo que es seguro, mientras se promete lo que es incierto.
Como consecuencia de esta argumentación, la redistribución sólo se hace en el seno de cada clase social, de cada estamento, no entre unas clases y grupos sociales y otros. La redistribución se hace ontológicamente imposible, por mor de la globalización. En el periódico italiano Il Manifesto, el periodista Aldo Carra hablaba de ello como una guerra en el interior de la clase media. Se dice: estamos pagando los abusos del pasado (vivir por encima de las posibilidades) y, por lo tanto, los privilegiados tienen que pagar. Pero ¿quiénes son los privilegiados? En una sociedad en crisis, individualizada y fragmentada, empobrecida, son aquellos que están más cerca de nosotros: quien tiene un trabajo es un privilegiado para el que está en paro; el que tiene un trabajo indefinido para el que tiene uno temporal; el que trabaja a tiempo completo para el que sólo trabaja a tiempo parcial, el que gana 2.000 euros para el que gana 1.000; etcétera.
¿Y los demás? ¿Y los privilegiados de verdad? ¿Y las élites extractivas que se han amparado en las instituciones políticas y económicas para subir la cucaña social? Esas están muy lejos y no se las ve. En la cola social que no avanza se mira con envidia al vecino que está delante. Y si ya no se le ve porque ha avanzado mucho, se observa con antipatía a los que nos rodean y compiten por lo poco, por lo escaso. Así, la lucha de clases se convierte en la envidia dentro de la clase. El sociólogo francés Pierre Bourdieu escribió que los efectos ideológicos más seguros son aquellos que para ejercerse no precisan de palabras o no demandan más que silencios cómplices.

Joaquín Estefanía acaba de publicar Estos años bárbaros (Galaxia Gutenberg) y Las posibilidades económicas de nuestros nietos. Siete ‘Ensayos de persuasión’. Una lectura de John Maynard Keynes (Taurus).