La rebelión contra la globalización

Article publicat a El País

 Desde fines de los setenta, los salarios medios han crecido poco y ha aumentado la desigualdad. Son muchos los que están hartos de que se beneficie a los de arriba y muy poco a los de abajo, contradiciendo años de promesas

La rebelión contra la globalización
RAQUEL MARÍN
La globalización se ha estancado. Los datos de comercio y flujos de capitales lo confirman. Por primera vez desde la II Guerra Mundial, es decir, por primera vez en una generación, llevamos ya siete años con crecimiento débil o negativo en intercambios económicos internacionales. En los últimos 70 años hemos sufrido periodos de estancamiento de cuatro años, como después de la primera crisis del petróleo entre 1974 y 1978, e incluso de seis años, como sucedió después de la segunda crisis del petróleo, entre 1980 y 1986, pero nunca nos habíamos acercado tanto a estar una década en punto muerto.
Muchos creen que el detonante de esta parálisis ha sido la crisis financiera global de 2008, que trajo consigo un enorme aumento en el desempleo, la desigualdad y el conflicto social, sobre todo en Estados Unidos y Europa. Esto explica que voces antiliberales de izquierda a derecha, desde Tsipras hasta Trump, hayan obtenido un apoyo popular tan notable. Sin embargo, el rechazo a la globalización viene de antes. En la década posterior a la caída del muro de Berlín sus críticos eran pocos y dispersos, pero la batalla de Seattle de 1999, por su violencia e impacto mediático, puede interpretarse como la primera señal de que algo no estaba funcionando con la globalización.

¿Quién sabe? Quizás en el futuro los historiadores consideren Seattle como la primera gran batalla de la denominada (sobre todo en la prensa China) como la “gran rebelión contra la globalización”. Si eso ocurre sería llamativo porque en su día esa revuelta parecía inocua. Muchos medios de comunicación y comentaristas se sorprendieron por la intensidad de las protestas, pero en general la sensación en los días y años posteriores a Seattle siempre fue que los protestantes eran una minoría radical con poco apoyo popular. El hecho de que entre los protestantes contra los efectos negativos del libre comercio se encontraran muchos sindicatos, ONG y movimientos sociales (la gran mayoría de ellos pacíficos) se pasó por alto.
Pues bien, casi 20 años después, esa sociedad civil crítica con la globalización que durante mucho tiempo se había considerado minoritaria se ha convertido en mayoritaria. La Ronda de Doha de la OMC no ha concluido, y no tiene muchas probabilidades de hacerlo. Los dos candidatos a la presidencia de EE UU, Donald Trump y Hilary Clinton, han mostrado su rechazo a los tratados de libre comercio, tanto el del Pacífico (TPP) como el del Atlántico (TTIP, por sus siglas en inglés), sabedores de que el apoyo al libre comercio les restaría votos. En Europa el libre mercado tiene incluso menos adeptos. Los partidos con líderes proteccionistas y nacionalistas tipo Marine Le Pen o proteccionistas y soberanistas como Podemos están en auge, y tanto el presidente francés, François Hollande, como el vicecanciller alemán, Sigmar Gabriel, han declarado que hay que suspender las negociaciones del TTIP.

Quien ve que sus hijos van a vivir peor que él es un potencial votante de partidos antisistema
Incluso en Reino Unido, bastión del liberalismo, gran parte de los que votaron a favor del Brexit lo hicieron porque están hartos de que la globalización (y el consecuente libre flujo de mercancías, servicios, capitales y personas) beneficie sobre todo a los de arriba y muy poco a los de abajo, contradiciendo lo que se les prometió durante años. Las estadísticas les dan la razón. Desde finales de los años setenta, tanto en Estados Unidos como en Europa, los salarios medios han crecido muy poco, y en consecuencia ha aumentado la desigualdad. La ciencia económica tiene pocos consensos (eso explica en parte el malestar que hay con las élites: la gente está cansada de escuchar a expertos economistas presentar soluciones contradictorias), pero uno de ellos es que el libre comercio es positivo para la sociedad en su conjunto. Eso sí, siempre hay ganadores y perdedores y los ganadores de esta globalización han sido las clases medias de China e India, mientras que los perdedores son los trabajadores de Estados Unidos y Europa.
Eso hace que todo aquel que ve que sus hijos van a vivir peor que él, pese a estar mejor formados, sea un potencial votante de partidos antisistema. Con esta tendencia, si no gana estas elecciones Donald Trump las ganará otro populista igual o incluso peor en cuatro años. Y si eso pasa, la globalización, con todos sus beneficios, que son muchos, sí que va a dar marcha atrás. ¿Cómo se puede evitar esto? En principio, habría que redistribuir mejor la riqueza y compensar y empoderar mejor a los perdedores de la globalización. Algo ya se está avanzando en este sentido. Algunos se han dado cuenta que hay que salvar la globalización de los globalizadores. Que el Financial Times, bandera global del liberalismo, pida insistentemente políticas sociales redistributivas es significativo.
Aun así, muchos autodenominados “verdaderos liberales” no están de acuerdo con más impuestos. Para ellos, la desigualdad no es un problema mientras el conjunto de la sociedad siga aumentando su nivel de vida. Además, creen que el Estado ya es demasiado grande e intervencionista. Señalan hacia Francia, donde el Estado gasta el 56% del PIB y a pesar de ello el Frente Nacional (FN) sigue en ascenso. La pregunta, sin embargo, es: ¿habría tanto nacionalismo y xenofobia en Francia si no hubiese tanto paro y desigualdad? Algunos dirán que sí. Finlandia tiene muy poca desigualdad y los Verdaderos Finlandeses son bastante xenófobos. Pero incluso en Finlandia se ha duplicado la desigualdad desde los años ochenta, así que la pregunta sigue siendo pertinente.

¿Habría tanto nacionalismo y xenofobia en Francia si no hubiese tanto paro y desigualdad?
La historia demuestra que encontrar un equilibrio entre el mercado y el Estado no es fácil. Si se le da demasiado poder al Estado impera el proteccionismo y el autoritarismo, y si se le da demasiada cancha al mercado hay inestabilidad económica y contestación social. Los verdaderos liberales deberían meditar cuál es la mejor manera de preservar la globalización: ¿haciéndola más social con impuestos efectivos sobre las transnacionales o continuando con la desregulación y la bajada de impuestos? Si abogan por lo segundo quizás acaben alimentando lo que más detestan: la vuelta del Gran Leviatán. La ola del “hombre fuerte” autoritario que viene a proteger al pueblo se acerca con fuerza de Oriente a Occidente. Los líderes de la gran rebelión contra la globalización liberal ya no son los inocuos sindicalistas, ONG y estudiantes universitarios (por muy radicales que sean), sino los Abe, Xi, Putin, Erdogan, Orban, Kaczynski, Le Pen y los que puedan venir tras ellos.
Miguel Otero Iglesias es investigador principal para la Economía Política Internacional en el Real Instituto Elcano.

RICHARD WOLFF / ECONOMISTA “Los adultos pasan la vida en el trabajo, y en el trabajo no hay democracia”

Publicat a  CTXT. Contexto y Acción

Álvaro Guzmán Bastida / Traducción Adriana M. Andrade

Richard Wolff
Shane Knight
Nueva York | 4 de Mayo de 2016
Como Bernie Sanders, Richard Wolff (1942) ha pasado toda su vida adulta hablando y escribiendo sobre las mismas cosas. Hasta no hace mucho su feroz crítica al capitalismo se podía oír en el programa de radio  Economic Update y leer en numerosos libros y ensayos, pero tenía poca resonancia fuera de ciertos nichos de la izquierda. Sin embargo, en los últimos meses, en paralelo al ascenso en las encuestas del senador de Vermont, su voz se ha amplificado de manera notable. Cuando Wolff, economista marxista formado en Harvard, Yale y Stanford, recibió a CTXT  en una cafetería cerca de su oficina en la New School for Social Research de Manhattan hace un par de semanas, estaba preparando un viaje a Kentucky para dar conferencias en varias universidades. “Nunca he estado en Kentucky”, contaba admirado, “¡y me van pagar para que hable del desastre del capitalismo y de qué se puede hacer para cambiarlo!”. Wolff señala al movimiento Occupy Wall Street como la fuerza que ha puesto teorías como las suyas o las de Sanders encima de la mesa. En su peculiar tono –a la par didáctico y contundente– Wolff habla de la situación actual de la economía estadounidense, de la competencia a nivel global, y de los entresijos de la solución que propone en su libro Democracy at Work: A Cure for Capitalism (Haymarket Books, 2012) (Democracia en el trabajo: una cura para el capitalismo), inspirada en la cooperativa vasca Mondragón. 
Parece que en este lado del Atlántico las cosas marchan mejor económicamente que en Europa o en la mayoría del mundo. Y aún así usted describe la situación económica estadounidense como desalentadora, incluso como un desastre. ¿No viven una recuperación los Estados Unidos, con menos desempleo y un crecimiento sostenido?
Hay que entender que Europa es diferente porque son muchos países. En EE.UU. hay muchas ciudades y estados, pero son tamaño de los países europeos. Allí está Grecia, aquí Puerto Rico. Me gustaría llevarle a Detroit para enseñarle algo que ni siquiera existe en Europa. 
¿Qué pasa en Detroit?
Un tercio de la ciudad está abandonada. Una de cada dos casas está quemada. Los perros salvajes representan un verdadero problema social. Repito: perros salvajes. Hace veinte o treinta años Detroit constituía el mejor ejemplo del capitalismo americano. Cuando el rey de España o el primer ministro inglés visitaban los Estados Unidos, el presidente les llevaba a Detroit para que vieran las fábricas, los trabajadores que tenían buenos sueldos porque eran miembros de un sindicato fuerte, el UAW.  Ahora no hay nada de eso. El UAW casi ni existe. En 1970 Detroit tenía dos millones de habitantes. Ahora tiene 700.000. Más de la mitad, 1,3 millones ya no están.
¿Qué pasó?
Ford, General Motors y Chrysler se fueron. Ganan más dinero fabricando coches en México, Canadá y ahora también en China. Eso es todo. Le dijeron ´que os jodan´ a la clase trabajadora. La ciudad está en bancarrota. Podría pasarme tres horas poniendo ejemplos de la desaparición de la clase media americana. ¿Es cierto que hemos reducido el número de desempleados de 15 millones a siete u ocho? Sí, pero lo que ocurre es que la mitad ya no forman parte de la población activa, es decir, ya no buscan empleo.
Quiere decir que los bajos niveles de desempleo ocultan una realidad económica dura para la mayoría de los americanos…
Nuestra economía se ha reorganizado. Casi todos los buenos trabajos –bien pagados, con pensión, cobertura sanitaria y todo eso– se han reducido drásticamente. Quizá se hayan reducido a la mitad. Toda esa gente ha sido recolocada como trabajadores del sector servicios. Trabajan en gimnasios, en Amazon, transportando paquetes, camareros en Starbucks. Tienen empleo, un salario bajo, ninguna prestación, y ningún futuro, nada. Pero están trabajando.  Eso no es una solución económica. Por eso, aunque tengamos poco paro nuestra economía no va a ninguna parte. No tenemos crecimiento ni bienestar. La brecha sigue creciendo porque antes toda esa gente formaba parte de familias que tenían buenos sueldos, que cumplían esa especie de sueño americano de tener una casa, un coche, de poder mandar a sus hijos a la universidad. Ahora ya no lo pueden hacer. La gente joven ni se casa ni tiene hijos. Ni siquiera saben cómo van a pagar los préstamos que pidieron para estudiar. 
¿A quienes atribuyen esa situación a la creciente competencia a nivel global?
En los últimos 40 años la relación entre capital y trabajo se ha alterado radicalmente. Después de la caída de la Unión Soviética y del cambio de la atmósfera política en China, el capitalismo occidental ha visto incorporarse a sus filas un enorme número de trabajadores. China puede ofrecer mano de obra muy bien preparada y muy mal pagada  a cualquier empresa europea o americana. India, Brasil, o Europa del este pueden hacer lo mismo. Pensemos, por un momento, en ello con mentalidad capitalista:  de repente contamos con muchísima más mano de obra. Y, si tus trabajadores tienen salarios a nivel europeo o americano te preguntas: ´¿para qué necesito a esta gente? Cierro la fábrica de Barcelona, París, Cincinnati o Chicago y la abro en Shanghái, en Hyderabad o en Sao Paulo´.
Algunos afirman que esto está suponiendo un cambio de las condiciones de vida para el Hemisferio Sur. Dicen que las periferias están creciendo y que se acercan a occidente gracias al desarrollo. En definitiva, que la riqueza se está moviendo desde el centro hacia la periferia. ¿Qué opina?
Pensar que esto va a ser beneficioso para el Hemisferio Sur es una ilusión. Los que toman las decisiones siguen siendo los mismos.  Enfrentarán a Brasil contra India como enfrentaron a Estados Unidos con China. Volverán a moverse. Irán a donde les convenga.
Entonces, ¿estamos ante una competencia a la baja?
Sí, pero no se trata de una conspiración. Podemos verlo con las marcas de ropa. Desembarcaron todas en China. Ahora muchas se están marchando porque en los últimos años los sueldos han aumentado un 5 o 6%. Se van a Vietnam o a Malasia. Ese es su trabajo. Todos compiten. También ocurre en EE.UU. Pero aquí se enfrentan una ciudad contra otra, un estado contra otro. Esta es una de las razones por las que tenemos una pésima estructura fiscal, que acaba poniendo todo el peso sobre los hombros de la clase media y baja.
Hablemos de la solución que propone en su libro. ¿Por qué cree que las cooperativas o, como usted prefiere llamarlas, empresas autogestionadas por sus trabajadores, son la solución para nuestros problemas?
Todo tiene que ver con la organización del trabajo y, con este modelo, los trabajadores no solo son empleados, sino que también son la cúpula directiva.
Lo que significa que son dueños del fruto de su trabajo y deciden cómo trabajar…
Ellos dirigen la empresa. Hacen en su empresa lo mismo que la Junta Directiva hace en una sociedad mercantil. Deciden qué producir, cómo hacerlo– con qué tecnología, en qué condiciones –, y dónde hacerlo. También qué hacer con los beneficios. Las plusvalías que generan los trabajadores les pertenecen y deciden qué hacer con ellas. No hay capitalistas.
Pero siguen teniendo que vender en el mercado, ¿no?
Solo si el mercado es la institución de distribución.
Pero ¿no percibe al mercado como origen del problema?
Hay un problema más básico. La estructura de una empresa es una cosa, el mecanismo de distribución de los productos o servicios es otra.  En EE.UU. el capitalismo se define como libertad de empresa y mercado. El socialismo es empresa pública y planificación. Pero Marx nunca hizo eso. En Marx no hay nada sobre planificación. La cuestión es quién produce la plusvalía y quién se queda con ella. En la esclavitud el esclavo produce la plusvalía y el amo se la queda. En el feudalismo es el siervo el que genera plusvalía y  el señor feudal el que se la queda. En el capitalismo, el empleado genera la plusvalía y el propietario se la queda. En el comunismo, el trabajador la produce y se la queda. Esto es lo que dice la teoría.  En mi opinión, la materialización de esa teoría es una empresa en la que los trabajadores no solo generan la plusvalía, sino que se adueñan de ella. Esto lo diferencia de la esclavitud, del feudalismo y del capitalismo.
Muchos progresistas ponen el énfasis en la preponderancia del mercado. ¿Hay demasiado mercado en este momento?
El hecho de que haya gente de izquierdas enfadada con los mercados significa que hay algo que se ha perdido. Es un análisis desnortado, que camina hacia atrás. Que en la cultura burguesa no se hable del horror de la explotación en el trabajo y sí de los mercados resulta sospechoso. Están trabajando a favor de su enemigo.
Hablemos, pues, de producción. Dice que una democracia no está completa si no tiene instituciones económicas democráticas.
¿Completa? No hay democracia… Creo que la idea de que Estados Unidos es democrática es absurda.
¿Por qué?
Porque el lugar donde casi todos los adultos pasan la mayoría de sus vidas es en el trabajo, y en el trabajo no hay democracia. Entonces, ¿de qué estamos hablando? Como mucho podríamos decir que hay democracia en el lugar en el que resides –en tu casa, en tu barrio– – porque votas a un alcalde, a un senador, a un gobernador. Pero no votas a tu jefe. Incluso si equiparas la democracia al mero ejercicio del voto –cosa que yo no hago– esta no existe donde pasas más tiempo, que es en el trabajo. 
Si no hay democracia ¿qué hay entonces en el trabajo? 
Una dictadura. Es obvio. El lugar de trabajo es fundamentalmente, no solo no democrático, sino una institución antidemocrática. Cuando llegas al puesto de trabajo, cruzas la puerta y te dicen lo que hay que hacer, cómo hacerlo, y dónde hacerlo. Cuando terminas, vuelves a casa y otros se apropian de lo que tú has producido. Tú no tienes nada que decir al respecto.
¿En qué medida resulta más democrático su modelo, basado en las empresas autogestionadas?
Todas las decisiones importantes se tomarían por voto mayoritario. Una persona, un voto. Una decisión colectiva. Se propone, se discute, y se decide. Por ejemplo, ¿vamos a desplazar la producción de Ohio a China? Eso es una conversación corta porque sé la respuesta, y tú también. No. ¿Qué grupo de trabajadores destruiría su propio trabajo, comunidad y futuro? Es de locos. Otro ejemplo. A la hora de repartir las ganancias ¿crees que le darían millones de dólares a unos pocos mientras el resto no podría ni mandar a sus hijos a la universidad? Eso no ocurriría. 
Sobre esto último, utiliza como ejemplo a la cooperativa Mondragón.
Sí. En el caso de Mondragón, la persona mejor pagada no puede recibir 8,5 veces lo que gana el de menor sueldo. En este país la proporción de lo que gana un Director General y el peor pagado en una empresa es de 300 a 1, de media. En algunos casos de 600 a 1. El problema no es cómo distribuir la renta. Esa es la peor manera de afrontar el problema. Estamos creando conflicto y animosidad. Por eso los que pueden evaden impuestos. Un método mucho más inteligente sería no distribuir de manera desigual de entrada. 
Supongo que la gente que aboga por la implicación del estado y la redistribución desde arriba está preocupada por el problema de la escala. ¿Qué se puede hacer para que esto funcione para la mayoría de la gente, sobre todo en cooperativas que no compiten con empresas que deslocalizan la producción?
Creo que el capitalismo es una organización social y presenta un problema social. Para solucionar un problema social se necesita un movimiento social. Uno puede imaginarse a todas las empresas, pequeñas, medianas y grandes pasando por una transición hacia el modelo de la autogestión. Pero creo que antes de que ese proceso concluya habrá un conflicto. Los capitalistas van a verlo como una amenaza. ¿Cómo van a seguir pagando poco a los trabajadores y mucho a los ejecutivos si la cooperativa de enfrente no permite esas prácticas? Necesitamos un partido político que defienda a los trabajadores de cooperativas y cuya estructura de base sea la de los trabajadores de cooperativas, que apoyan y fomentan su crecimiento. Por cierto, esto es una réplica del nacimiento del capitalismo. Los primeros capitalistas  también necesitaron un movimiento social para arrebatarle el control al gobierno feudal del rey. Tuvieron que luchar para desarrollar los partidos políticos, el parlamento. Creo que tanto republicanos como demócratas son agentes del sistema capitalista. Tendremos que tener un agente del sistema alternativo y políticas para estos sistemas alternativos,  algo de lo que ahora carecemos. 
Entonces, quienes ven en el Estado la herramienta para dotar de soluciones a los problemas sociales que plantea, ¿se equivocan?
No tiene nada que ver que el estado sea más intervencionista con que cambie el sistema de producción. La Unión Soviética representa el estado erigiéndose en gestor del sistema de producción. No era la idea inicial, pero lo que terminaron haciendo fue deshacerse del modelo de capitalismo privado y sustituirlo por el estado. Pero el modelo era el mismo. El trabajador trabajaba de lunes a viernes, llegaba a las ocho, hacía su trabajo y se iba a casa. Otros tomaban las decisiones. Si el capitalista es el Estado y sus funcionarios, entonces  hay capitalismo de Estado. 
¿Qué significa para usted el modelo Mondragón?
Uso el ejemplo de Mondragón para varias cosas. Uno: el modelo es realizable; se puede hacer. Dos: para constatar que se puede resolver el problema de pasar de ser un grupo pequeño — en 1956 el Padre Arizmendiarrieta contaba con seis personas–  a ser una gran empresa con 80.000 o 100.000 trabajadores, con su propia cadena de supermercados y todo el resto. Tres: muchas de las cooperativas de Mondragón tuvieron que competir con empresas capitalistas en sus sectores. Hay quienes han dado el salto y lo han logrado. Que no me digan que una cooperativa no puede competir con una empresa capitalista. 
Habla de las redes de financiación de Mondragón como ejemplo a seguir. 
Sí. Mondragón destina un porcentaje de los beneficios de cada cooperativa a la Caja Laboral y ese dinero sirve para poner en marcha una nueva cooperativa. Así es cómo se autofinancia el movimiento cooperativo. Es muy importante. Es una forma de colaboración que resuelve el problema financiero para el desarrollo y crecimiento de las cooperativas. La mayoría de quienes me escuchan nunca ha oído hablar de Mondragón y, cuando les digo que es el séptimo grupo empresarial más grande de España, no saben qué pensar. 
Los movimientos sociales actuales no suelen centrarse en la producción como hace usted. Muchos ponen el énfasis en el hecho de que trabajamos demasiado, que deberíamos tener más tiempo para el disfrute, más ocio, menos trabajo, también por motivo ecológicos. ¿Cómo propone lograr el cambio social centrándose, una vez más, en la producción cuando muchos de sus supuestos aliados ven el trabajo como algo que querrían hacer menos tiempo, y no como una fuente de identidad?
Es un problema ideológico. La sociedad de la que queremos escapar es la que nos da forma. Esto no puede desaparecer de la noche a la mañana. Es absurdo debatir qué es más importante o que viene antes, si cambiar de mentalidad o cambiar las condiciones materiales. Las dos cosas tienen que cambiar. Por ejemplo: una empresa autogestionada puede decidir usar su plusvalía para incrementar el tiempo dedicado al ocio. Son los trabajadores quienes toman las decisiones. Tienen poder de decisión y por eso pueden destinarla a su tiempo libre, para estar más con la familia, para pintar, para cantar, para pasear, o para lo que les apetezca. O pueden inclinarse, otro ejemplo, por el medioambiente. No quieren contaminar el río y deciden producir menos, trabajar menos y destinar a eso la plusvalía. 
Eso necesitaría una cierta coordinación, ¿no? ¿Algún tipo de gobernanza política política por encima del nivel empresarial? 
Por supuesto tiene que haberla. Las decisiones de una empresa –una fábrica, una oficina, una tienda–  tienen un impacto en la comunidad. El sistema político tendrá que evolucionar para que las empresas y la comunidad sean co-determinantes. Cada una deberá tener poder de veto sobre la otra. De lo contrario, no hay una verdadera democracia. Por supuesto la democracia no está limitada por el lugar de trabajo. Eso solo sería posible si el lugar de trabajo estuviese separado de la comunidad, lo que nunca pasa. Ahora sucede algo similar: el alcalde se sienta con el ejecutivo de la empresa y toman las decisiones. Lo que ocurre es que trabajadores están excluidos de ese proceso. 

Interessos darrera els tractats de lliure comerç

A continuació dos articles publicats al El País de dos premis Nobel d’economia Paul Krugman  i Joseph E. Stiglitz, que tracten de les conseqüències negatives que pot tenir el tractat de comerç  Acord d’Associació Transpacífic(TPP) per a EEUU. Els mateixos arguments i les mateixes conseqüències negatives, en aquest cas per a Europa, es poden aplicar al El Tractat Transatlàntic de Comerç i Inversions (TTIP)   que actualment  s’està negociant entre EEUU i Europa. 

El control oculto de las empresas

Rafael Ricoy

Estados Unidos y el mundo están imbuidos en un gran debate sobre los nuevos acuerdos comerciales. Tales pactos solían ser llamados “acuerdos de libre comercio”; en la práctica, eran acuerdos comerciales gestionados, es decir, estaban adaptados a la medida de los intereses corporativos, que en su gran mayoría se encontraban localizados en EE UU y la Unión Europea. Hoy en día, con mayor frecuencia, tales pactos se denominan como “asociaciones”; por ejemplo, el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP). Sin embargo, dichos acuerdos no son asociaciones entre iguales: EE UU es quien, de manera patente, dicta los términos. Afortunadamente, los “socios” de EE UU se muestran más recelosos.
No es difícil ver por qué. Estos acuerdos van mucho más allá del comercio, ya que también rigen sobre la inversión y la propiedad intelectual, imponiendo cambios fundamentales a los marcos legales, judiciales y regulatorios de los países, sin que se reciban aportes o se asuman responsabilidades a través de las instituciones democráticas.
Tal vez la parte más odiosa –y más deshonesta– de esos acuerdos es la concerniente a las disposiciones de protección a los inversores. Por supuesto, los inversores tienen que ser protegidos contra los gobiernos defraudadores que incautan sus bienes. Sin embargo, dichas disposiciones no se relacionan a ese punto. Se realizaron muy pocas expropiaciones en las últimas décadas, y los inversores que quieren protegerse pueden comprar un seguro del Organismo Multilateral de Garantía de Inversiones, una filial del Banco Mundial; además, el Gobierno estadounidense y otros Estados proporcionan seguros similares. No obstante, EE UU demanda que se incluyan tales disposiciones en el TPP, a pesar de que muchos de sus “socios” tienen sistemas de protección de la propiedad y sistemas judiciales que son tan buenos como los propios estadounidenses.

La verdadera intención de estas disposiciones es impedir la salud, el cuidado del medio ambiente, la seguridad, y, ciertamente, incluso tienen la intensión de impedir que actúen las regulaciones financieras que deberían proteger a la propia economía y a los propios ciudadanos de EE UU. Las empresas pueden demandar en los tribunales a los gobiernos, pidiéndoles recibir compensación plena por cualquier reducción de sus ganancias futuras esperadas, que sobreviniesen a consecuencia de cambios regulatorios.
Esto no es sólo una posibilidad teórica. Philip Morris ha demandado judicialmente a Australia y Uruguay por exigir etiquetas de advertencia en los cigarrillos. Es cierto que ambos países fueron un poco más allá en comparación con EE UU, ya que obligaron a los fabricantes de cigarrillos a incluir imágenes gráficas que muestran las consecuencias del consumo de tabaco.
El etiquetado está logrando su cometido, ya que es desalentador para los fumadores y disminuye el consumo de cigarrillos. Así que ahora Philip Morris exige indemnizaciones por la pérdida de ganancias.
En el futuro, si descubrimos que algún otro producto causa problemas de salud (por ejemplo, pensemos en el asbesto), los fabricantes en lugar de enfrentar demandas judiciales por los costos que nos impone a nosotros las personas comunes, podrían demandar a los gobiernos porque éstos estuviesen tratando de evitar que se maten a más personas. Lo mismo podría suceder si nuestros gobiernos imponen regulaciones más estrictas para protegernos de los efectos de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Cuando presidí el Consejo de Asesores Económicos del presidente Bill Clinton, los grupos anti-ambientalistas intentaron promulgar una disposición similar, denominada “expropiaciones regulatorias”. Ellos sabían que una vez promulgada, las regulaciones se frenarían, simplemente porque el Gobierno no podía permitirse el lujo de pagar las compensaciones. Afortunadamente, tuvimos éxito y ganamos la batalla: hicimos que esta iniciativa retrocediese, tanto en los tribunales como en el Congreso de EE UU.

Las compañías no pueden usar los acuerdos comerciales para dictar cómo vamos a vivir

No obstante, ahora los mismos grupos están intentando realizar una triquiñuela para pasar por alto los procesos democráticos mediante la inserción de tales disposiciones en las facturas comerciales, ya que el contenido de las mismas se mantiene, en gran medida, en secreto para el público (pero no para las compañías que están presionando para conseguir dichas inserciones). Es sólo a consecuencia de fugas de información, y mediante charlas con los funcionarios del Gobierno que parecen estar más comprometidos con los procesos democráticos que llegamos a conocer lo que está pasando.
Es fundamental que el sistema de gobierno de EE UU cuente con un poder judicial imparcial y público, con normas legales construidas a lo largo de décadas, que se basen en principios de transparencia, precedentes y en las oportunidades que otorgan a los litigantes para que apelen las decisiones desfavorables. Todo esto está siendo dejado de lado, ya que los nuevos acuerdos exigen que las partes se sometan al arbitraje, que es un proceso privado, sin transparencia, y muy caro. Es más, esta forma de administración de justicia está a menudo plagada de conflictos de intereses; por ejemplo, los árbitros pueden ser “jueces” en un caso y defensores en un caso relacionado.
Los procesos judiciales son tan caros que Uruguay ha tenido que recurrir a Michael Bloomberg y a otros estadounidenses ricos, quienes están comprometidos con la salud, para poder defenderse en el juicio planteado por Philip Morris en su contra. Y, si bien las compañías pueden demandar, otros no pueden. Si hay una violación de otros compromisos –en lo referido a las normas laborales y ambientales, por ejemplo– los ciudadanos, sindicatos y grupos de la sociedad civil no tienen recursos legales mediante los cuales puedan personarse para plantear juicios.
Si alguna vez en la Historia hubo un mecanismo de solución de controversias que sólo toma en cuenta a una de las partes y que viola los principios básicos, este es dicho mecanismo. Es por esto que me uní a líderes expertos en asuntos legales en EE UU, incluyéndose entre ellos a profesionales de las Universidades de Harvard, Yale y Berkeley, en el envío de una carta al presidente Barack Obama explicándole cuán perjudiciales son estos acuerdos para nuestro sistema de justicia.
Los partidarios estadounidenses de tales acuerdos señalan que EE UU ha sido demandado solamente un par de veces hasta ahora, y no ha perdido un solo caso. Las empresas, sin embargo, apenas están empezando a aprender cómo utilizar estos acuerdos para su beneficio.

Es clave que EE UU tenga un poder judicial imparcial y público

Y los abogados corporativos de importantes minutas en EE UU, Europa y Japón probablemente superen a los deficientemente remunerados abogados de los gobiernos, quienes intentan defender el interés público. Peor aún, las empresas de los países avanzados pueden crear filiales en los países miembros a través de las cuales invierten nuevamente el dinero en sus países de origen y posteriormente plantean demandas judiciales, lo que les brinda un nuevo canal para bloquear las regulaciones.
En caso de que hubiera una necesidad de mejorar la protección de la propiedad, y en caso de que este mecanismo privado y caro para la resolución de controversias fuese superior a un poder judicial público, deberíamos estar cambiando la ley no sólo para las adineradas empresas extranjeras, sino también para nuestros propios ciudadanos y pequeñas empresas. Pero nada indica que este sea el caso.
Las reglas y regulaciones determinan en qué tipo de economía y sociedad viven las personas. Dichas reglas y regulaciones afectan el poder de negociación relativo, con importantes implicaciones para la desigualdad, que es un problema creciente en todo el mundo. La pregunta es si debemos permitir que las compañías ricas usen disposiciones ocultas en los llamados acuerdos de comercio para dictar cómo vamos a vivir en el siglo XXI. Espero que los ciudadanos en EE UU, Europa, y el Pacífico respondan con un rotundo no.

Joseph E. Stiglitz, es premio Nobel de Economía y profesor en la Universidad de Columbia. Su libro más reciente, en coautoría con Bruce Greenwald, es Creating a Learning Society: A New Approach to Growth, Development, and Social Progress.
Copyright: Project Syndicate, 2015.
http://www.project-syndicate.org. Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.

Comercio y confianza

Barack Obama, presidente de Estados Unidos. / Pablo Martínez (AP)
Una de las virtudes más subestimadas del Gobierno de Obama es su honradez intelectual. Sí, los republicanos ven engaños y siniestras intenciones ocultas por doquier, pero no hacen más que proyectarse en otros. La verdad es que, en los temas políticos a los que yo presto atención, esta Casa Blanca ha sido extraordinariamente clara y directa en cuanto a lo que hace y por qué. Es decir, en todos los temas excepto en uno: el comercio y la inversión internacionales.
No sé por qué el presidente ha decidido dar tanta prioridad política a la propuesta del Acuerdo Transpacífico. Aun así, hay argumentos a favor de dicho acuerdo y algunas personas razonables y bienintencionadas defienden la iniciativa.
Pero otras personas razonables y bienintencionadas tienen muchas dudas sobre lo que está pasando. Y yo esperaba un intento de buena fe de responder a esas dudas. Por desgracia, no es eso lo que ha sucedido. La forma de vender el pacto de los 12 países de la costa del Pacífico suena a cuento. Los funcionarios han eludido las principales preguntas sobre el contenido de un posible pacto; han menospreciado las crítica y hecho caso omiso de ellas; y han afirmado alegremente cosas que han resultado no ser ciertas.
La principal defensa analítica del acuerdo comercial se publicaba a principios de este mes, en un informe del Consejo de Asesores Económicos. Curiosamente, sin embargo, el informe no analizaba en realidad el pacto comercial del Pacífico. Era más bien un canto a las virtudes del libre comercio, lo cual no tenía nada que ver con el tema en cuestión.
En primer lugar, independientemente de lo que uno diga sobre las ventajas del libre comercio, la mayoría de esas ventajas ya se han materializado. Ha habido una serie de pactos comerciales, que se remontan a casi 70 años atrás, que han reducido los aranceles y otras barreras comerciales hasta el punto de que cualquier efecto que puedan tener sobre el comercio estadounidense se ve superado por otros factores, como los cambios de valor de las divisas.
En cualquier caso, el acuerdo comercial del Pacífico no tiene que ver en realidad con el comercio. Algunos aranceles ya bajos se reducirían, pero el mayor incentivo del acuerdo propuesto tiene que ver con el refuerzo de los derechos de propiedad intelectual —cosas como las patentes farmacéuticas y los derechos de autor de las películas— y con la modificación de la manera en que las empresas y los países saldan sus disputas. Y no está nada claro que alguno de esos cambios sea bueno para Estados Unidos.
Respecto a la propiedad intelectual: las patentes y los derechos de autor son nuestra forma de recompensar la innovación. Pero, ¿es necesario que incrementemos esas recompensas a costa de los consumidores? El poderoso sector farmacéutico y Hollywood así lo creen, pero también es comprensible que, por ejemplo, a la organización Médicos Sin Fronteras le preocupe que el pacto haga que los medicamentos sean inasequibles en los países en vías de desarrollo. Esta es una preocupación grave, y los defensores del acuerdo no han respondido a ella de un modo satisfactorio.
En cuanto a la solución de las disputas: un capítulo filtrado del borrador pone de manifiesto que el pacto crearía un sistema por el que las multinacionales podrían demandar a los Gobiernos por supuestas violaciones del acuerdo y hacer que los casos los juzgaran tribunales parcialmente privatizados. Las voces críticas como la de la senadora Elizabeth Warren advierten de que esto podría poner en peligro la independencia de la política nacional estadounidense, que estos tribunales podrían utilizarse, por ejemplo, para atacar y socavar la reforma financiera.

El Gobierno de Obama se ha mostrado desdeñoso y ha intentado presentar a los escépticos como unos gacetilleros mal informados
No es para tanto, responde el Gobierno de Obama y el presidente declara que la senadora Warren “se equivoca de pe a pa”. Pero no es así. El acuerdo comercial del Pacífico podría obligar a Estados Unidos a cambiar políticas o a enfrentarse a grandes multas, y la regulación financiera es una de las medidas que quizás esté en la línea de fuego. Como si pretendiese ilustrar esto, el ministro de Economía de Canadá declaraba hace poco que la Norma Volcker, una disposición clave de la reforma financiera estadounidense de 2010, viola el actual Acuerdo Norteamericano de Libre Comercio. Aunque no consiga que esa afirmación se tenga en pie, sus comentarios demuestran que no es ninguna tontería preocuparse por que los pactos de comercio e inversión pongan en peligro la regulación bancaria.
Desde mi punto de vista, lo que tenemos aquí es un gran problema de confianza.
Es inevitable que los acuerdos económicos internacionales sean complejos, y nadie quiere descubrir en el último momento —justo antes de votar sí o no, todo o nada— que se han incorporado muchos elementos negativos al texto. Por eso, queremos estar seguros de que la gente que negocia el acuerdo presta atención a inquietudes que son razonables, y que se preocupa por el interés nacional más que por los intereses de las corporaciones con buenos contactos.
Sin embargo, en vez de responder a las inquietudes reales, el Gobierno de Obama se ha mostrado desdeñoso y ha intentado presentar a los escépticos como unos gacetilleros mal informados que no entienden las virtudes del comercio. Pero no es así: los escépticos, en general, han acertado más de lo que han errado en asuntos como la solución de disputas, y la única economía de poca monta que he conocido en este debate proviene de los defensores del pacto comercial.
Resulta muy decepcionante y descorazonador ver actuar así a una Casa Blanca que, como he dicho, ha sido bastante franca en otros asuntos. Y el hecho de que el Gobierno, obviamente, no crea que puede defender de forma sincera el Acuerdo Transpacífico lleva a pensar que no deberíamos apoyar este pacto.

Paul Krugman es Nobel de Economía de 2008.

Guy Standing, a favor de la Renda Bàsica

Dues publicacions sobre Guy Standing:

El Precariado / The Precariat – Guy Standing  El precariado; una nueva clase social. Guy Standing apunta en esta entrevista al surgimiento de una nueva estructura de clases que se inicia con la toma de control de la economía y la política por parte de los neoliberales en los 80 y se consolida con la crisis actual. El elemento común de esta nueva clase social es su rechazo del neoliberalismo y de la socialdemocracia y su toma de conciencia de clase, propiciando el surgimiento de nuevas fuerzas políticas como Podemos, Syriza y la izquierda Ecología y libertad de Italia. Guy Standing es Economista, profesor en la universidad de Londres y fundador/co-presidente de la Red Global de renta Básica. http://www.guystanding.com/ Colabora con AttacTV para que podamos seguir produciendo más contenidos. más información en http://www.attac.tv

Ves al  Vídeo 
 
Guy Standing: ‘La renta básica ha de ser un derecho’
 CARLOS FRESNEDA Corresponsal Londres
 

Actualizado: 01/03/2015  

Guy Standing es un economista «apátrida» y atípico, de esos que arriman el ascua a la parte más desfavorecida de la sociedad. Trabajó durante tres décadas para la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y fue cofundador y aún hoy copresidente de BIEN: la red planetaria de renta básica. En Precariado: una Carta de Derechos (Capital Swing) intenta a través de 29 artículos poner al día la santísima trinidad de la igualdad, libertad y fraternidad, incluido «el derecho a una paga incondicional para todos».

Muchos consideran que la renta básica pertenece más bien al terreno de las utopías…
La idea de un ingreso básico para todos por el mero hecho de ser ciudadanos lleva dando vueltas durante décadas y ha sido defendida en ocasiones por economistas poco sospechosos de ser izquierdas. Y más que una utopía puede acabar siendo una necesidad para una parte creciente de la población, esa que en mi libro identifico como el precariado y que se puede convertir en una clase social peligrosa si no se canalizan sus reivindicaciones sociales, económicas y políticas.
El sociólogo de izquierda Jan Breman asegura que el precariado es un concepto falso…
Se podría haber dicho lo mismo del proletariado en el tránsito al siglo XX. Estamos hablando de una nueva clase social muy diversa, en la que caben desde los descendientes de las clases trabajadoras a los inmigrantes, pasando por una juventud educada y desempleada, o en condiciones de empleo muy precarias. Esta clase ha entrado en la fase de representación, con el ascenso de Syriza en Grecia y Podemos en España.
¿Y en qué se diferencia el precariado del viejo proletariado?
Al precariado no le valen las viejas relaciones de producción y distribución, de ahí su desdén hacia los sindicatos. Está totalmente desprotegido, se mueve en un horizonte de desempleo y trabajo inestable. Y está muy expuesto a condiciones de explotación y opresión. Y es ahí donde entramos en la tercera fase: la redistribución. Ahí es donde encaja la renta básica, que debería ser un derecho en siglo XXI.
En Podemos han existido tensiones internas por la renta básica…
Yo animo a Podemos para que resuelva esas tensiones, que sea fiel a sus principios y tenga el valor de incluir la propuesta de la renta básica. Yo les he animado a que elijan zonas especialmente castigadas por la crisis en España y que pongan en marcha programas piloto.
¿Pero es económicamente viable?
Lo es. Pero obviamente tendríamos que cambiar el sistema impositivo y crear fondos de capital como el que existe en Alaska para repartir los dividendos del petróleo.
Otra de las críticas habituales a la renta básica es que nos haría más holgazanes…
Y sin embargo los planes piloto como el que hemos puesto en marcha en India demuestran todo lo contrario. Cuando la gente tiene un mínimo al menos tiene un punto de partida para salir de la pobreza. La gente es capaz de ahorrar, se estimula el emprendimiento. El tópico de que la renta básica nos haría a todos unos vagos es presuponer muy poco de la condición humana.
El Partido Verde ha propuesto una renta básica de 85 euros a la semana, pero las estimaciones es que el 35% de la población con menos ingresos saldría perdiendo.
El cálculo se ha hecho a partir del sistema actual de impuestos y dando por hecho que el dinero se desviaría de otras partidas sociales. Hay que lograr que las corporaciones paguen sus impuestos y aumentar la presión fiscal sobre los más ricos y usar ese dinero para compensar a la parte más pobre de la población.